FITZCARRALDO

FITZCARRALDO
FITZCARRALDO. Werner Herzog. Klaus Kinski

sábado, 27 de noviembre de 2010

Buscando a Eric


TÍTULO ORIGINAL Looking for Eric

AÑO 2009 

DURACIÓN 119 min.    

PAÍS    Reino Unido

DIRECTOR Ken Loach
GUIÓN Paul Laverty
MÚSICA George Fenton
FOTOGRAFÍA Barry Ackroyd
REPARTO Eric Cantona, Steve Evets, Stephanie Bishop, Gerard Kearns, Stefan Gumbs, Lucy-Jo Hudson, Justin Moorhouse, John Henshaw
PRODUCTORA Coproducción Reino Unido-Francia-Italia-Bélgica; BIM / Canto Bros. / Les Films du Fleuve / Sixteen Films / Why Not Productions
PREMIOS 2009: Cannes: Premio del Jurado Ecuménico
2009: Premios del Cine Europeo: 1 nominación a mejor actor europeo (Steve Evets)

GÉNERO Comedia. Drama | Deporte. Fútbol. Comedia dramática. Drama social

Clasificación : Vale la pena

Lo explicaré luego pero ahora, para escribir sobre Buscando a Eric, empezaré, en un tono absolutamente local, hablando de las salas de cine.  Hubo un tiempo, veinte o más años atrás en el calendario,  en el que la oferta de salas era muy variada. Estaban las salas majestuosas, como el Embajador o el Opera que jamás se llenaban. Me recuerdo entrando a ellas y contemplando, en el rellano que había después de la escalera de ingreso,  el desolador espectáculo, en la planta alta y en la baja, de esa multitud muda de sillas semivacías. El puesto había que elegirlo con cuidado porque, en sus últimos y ruinosos años,  de cuatro, tres sillas eran inservibles. Mientras que las unas eran un vetusto rodadero en el que nadie lograba sostenerse, las otras escondían bajo sus forros amenazantes resortes. Las había también de barrio, como las del Lago o la Castellana, menos ambiciosas y más acogedoras. De estas recuerdo, como no recordarlas, sus cafeterías. Después de los cortos y antes del inicio de la película las luces de nuevo se encendían y un aviso invitaba a disfrutar la cafetería. A la lista se suman las prohibidas. Algunas de Chapinero y por supuesto las del centro de la ciudad a las que se iba en gavilla para camuflar la vergüenza de quien estrena, torpe y tembloroso, su temprana hombría. 

Entonces ir a cine era mucho más que ir a ver una película; ver la película era, apenas, parte del ir a cine. La tarde entera se iba en el plan.  El tiempo corría de otra manera y no se corría contra el tiempo.  Personalmente tengo la íntima certeza de que mi amor por el cine nació en esas tardes y, especialmente, en esas salas en las que, como en el título de la compilación de Javier Marías, todo ha sucedido. Hoy me parece difícil concebir, hacia el cine, un enamoramiento tardío. Es probable que alguien, ya después de los veinte años,  se aficione al cine, aprenda mucho de cine y llegue a ser incluso un erudito en el tema. Pero amarlo con los  desbordamientos  propios de la pasión solo puede ser el resultado de habernos hechos adultos a su lado. Es por eso que guardo y guardaré por siempre el recuerdo de esas salas mágicas ofreciendo ficciones que con el paso del tiempo se fueron incorporando, aquilatándola, a mi propia realidad. 

Vino a cuento este sentido tributo a las viejas salas de cine porque hoy en Bogotá hay cierta y confortable uniformidad en esta materia. Con sus ínfulas hegemónicas los centros comerciales se han encargado de que las salas, en su gran mayoría, sean muy similares. Los Cinemas Paradiso de Tornatore son cosa del pasado. Hoy son, para bien y para mal, asépticas salas de proyección turbadas, cuando más, por el impertinente timbre de un celular o por el chasquido del que no concibe ver una película sin una generosa provisión de crispetas.

Escapa de esta uniformidad, precisamente, el Cinema Paraíso del barrio Usaquén. Y escapa porque su concepto es distinto. Las sillas son unas confortables poltronas separadas las unas de las otras por unas pequeñas mesas en las que una acuciosa mesera deposita las cervezas y los capuchinos de los asistentes. La pantalla es elevada y pequeña lo que obliga a forzar un tanto el cuello para seguir la película. Pero quizás el mayor y supuesto atractivo de la sala siga siendo, a la usanza de los ya desaparecidos cinebares, la posibilidad de pedir, durante toda la proyección un cafe y algo de comer. A mi me perdonarán los aficionados a las crispetas, a los capuchinos y a los demás entremeses cinematográficos pero yo al cine voy, exclusivamente, a ver cine. Una cosa fue - y ya fue -  ese mundo abigarrado de aventuras infantiles que acontecía en la sala del barrio y otra, bien distinta, el penoso espectáculo de aquellos que no paran de comer o de hablar durante una película. El cine, en mi caso, invita al más absoluto silencio. Yo siento que el silencio es ante todo una prueba de respeto tanto hacia el otro que nos acompaña e, como hacia la propia película que nos habla al oído esperando, por supuesto, ser oída.

Pues bien fue en el Cinema Paraíso de Usaquén donde vi, hace ya algunas semanas, Buscando a Eric. Las cosas comenzaron mal pues a un defectuoso sonido se le sumó el ruido intermitente de la máquina de los expresos, lattes, capuchinos y demás variantes de nuestro italianizado café colombiano. 

El problema se superó minutos después pero lo cierto es que tardé en conectarme con la película. Yo sugeriría que los cafés y sus ruidosas preparaciones sucedan antes de la proyección para que todos oigamos y veamos en silencio la película.    

Buscando a Eric es la historia de Eric Bishop, un hombre común  con una familia deshecha y con un oficio, el de cartero, que solo conserva del encanto con el que siempre se lo asocia, la sonoridad de su nombre. Su único solaz es el fútbol y, en especial, su afición por el ídolo francés Eric Cantona. Un día el gigantesco afiche de su ídolo cobra vida y de pronto Eric está en compañía de su famoso tocayo. A partir de ese momento los dos hombres, con sus soledades y frustaciones, se encuentran para departir sus anhelos y sus miedos, para perpetuar esa deliciosa mentira de que una pena compartida es media pena.

La película tiene un ritmo ascendente. Al comienzo la trama no envuelve pero a medida que se avanza el fanatismo por el ídolo se convierte en una relación amorfa de seres expatriados que se cruzan consejos para darse cuenta, sin mayores avisos, que el otro es siempre una posibilidad abierta para ser mejores, para resignificar, incluso con gestos irrelevantes y anodinos, el sentido de nuestras propias existencias.

Buscando a Eric es un ejercicio inteligente de burla y humanismo. Bishop es, en su pequeñez, un grande y Cantona es, en su grandeza, un pequeño. La película logra distraernos con este juego cruzado de personalidades pero va, indudablemente va, más allá. Por ella desfilan esos seres humanos que somos nosotros mismos: anónimos, solidarios, fanáticos de algo y dispuestos a una cerveza entre amigos.  El cine siempre ha tenido un lugar para los anti héroes, para los olvidados.  Buscando a Eric es un homenaje a los que se amoldan a su mediocridad y se conforman con tener dos o tres ídolos de papel. 

Tal vez Buscando a Eric no perdure. Quizás sea justo y obvio que así sea. A fin de cuentas es una historia ordinaria sobre la fragilidad de nuestros sueños  de grandeza. 

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