FITZCARRALDO

FITZCARRALDO
FITZCARRALDO. Werner Herzog. Klaus Kinski

domingo, 19 de diciembre de 2010

Todas la vidas, mi vida



TÍTULO ORIGINAL Synecdoche, New York

AÑO 2008 

DURACIÓN 124 min.    

PAÍS    Estados Unidos 

DIRECTOR Charlie Kaufman
GUIÓN Charlie Kaufman
MÚSICA Jon Brion
FOTOGRAFÍA Frederick Elmes
REPARTO Philip Seymour Hoffman, Catherine Keener, Michelle Williams, Dianne Wiest, Emily Watson, Samantha Morton, Hope Davis, Jennifer Jason Leigh, Rebecca Merle, Barbara Haas, Tim Guinee
PRODUCTORA Likely Story / Sidney Kimmel Entertainment
PREMIOS 2008: Cannes: Nominado a la Palma de Oro

GÉNERO Drama. Comedia | Teatro. Comedia dramática. Cine independiente USA

Clasificación : Vale la pena

Escribir sobre Synedoche, New York es tan difícil como escribir y memorizar su nombre, lo es tanto como verla. Se trata de una película ambiciosa que pretende abarcar lo inmenso - el drama humano del temor a la muerte - con un lenguaje áspero y con unos personajes que provocan una especie de indefinible repulsión. 

Caden Cotard, representado por el magnífico Philipp Seymour Hoffman, es un director de teatro que se sumerge en la epopeya de hacer la obra de su vida sirviéndose de la emblemática Nueva York como escenario de su codicioso trabajo.

Charlie Kaufman, el exitoso y genial  guionista  de películas como Eternal Sunshine of the Spotless Mind, Adaptation y Being John Malkovich, se arriesga ahora a dirigir su propio guión y el resultado es una película amorfa que nadie se atrevería a descalificar pero que nadie, tampoco, se atrevería a amar. Tengo que usar este peligroso verbo porque una cosa es deshacerse en elogios o en sesudos análisis y otra, bien distinta, amar, simplemente amar, una película. Deshagámonos de perjuicios y admitamos que lo que realmente buscamos cuando vamos al cine es enamorarnos de lo que vemos. No me refiero por supuesto a la atracción almibarada o al corazón flechado; me refiero a esa perturbadora fascinación que se nos instala por dentro cuando una película nos llega; cuando, literalmente hablando, una película nos embarga. Synedoche New York es una película inteligente que se despega de los códigos tradicionales del lenguaje cinematográfico.  Cotard, su personaje central, no es ni el apuesto bueno ni el siniestro malo. Es, por el contrario, vulgar y cotidiano. Y su historia, ecléctica y confusa, pareciera elaborada para hastiar al espectador, para derrotarlo en los primeros minutos o, quizás, para probar su capacidad de asimilar un lenguaje cuya estética no pertenece a los canones tradicionales. Por todo lo anterior y quizás por mucho más, Synedoche New York es una de esas pocas películas que, sin quererlas,  se las encomia; una de aquellas cuya genialidad se reconoce pero también una de aquellas que no se empacan en la valija ni de las películas imprescindibles ni, menos aún,  en la de las amadas.

Podrá decirse, con toneladas de razón, que son películas como Synedoche New York las que al romper los moldes habituales de la creación, marcan nuevas pautas en el hacer y en el ver el cine. Puede que así sea. No lo sé.  Por lo pronto yo sigo en mi empeño, pueril y básico seguramente, de ir buscando películas de las cuales enamorarme y me atrevo a pensar que son aquellas donde la genialidad de sus guionistas, directores y actores le cede el puesto protagónico a una historia de la que podamos  - con dolor o con placer o con ambos -  apropiarnos. Películas en las que la complejidad es capaz de agazaparse tras una cautivadora simplicidad. Esa es, pienso yo, la verdadera genialidad.    

jueves, 2 de diciembre de 2010

LONDON RIVER




TÍTULO ORIGINAL London River

AÑO 2009 

DURACIÓN 87 min.    

PAÍS España    

DIRECTOR Rachid Bouchareb
GUIÓN Rachid Bouchareb, Olivier Lorelle, Zoé Galeron
MÚSICA Armand Amar
FOTOGRAFÍA Jérôme Alméras
REPARTO Brenda Blethyn, Sotigui Kouyate, Roschdy Zem, Sami Bouajila, Bernard Blancan, Marc Bayliss, Gareth Randall
PRODUCTORA Coproducción Argelia-Francia-GB
PREMIOS 2009: Festival de Berlín: Mejor actor (Sotigui Kouyaté). Nominada al Oso de Oro.

GÉNERO Drama | Terrorismo. Amistad

Clasificación : Vale la pena

Toda película se construye sobre sus personajes. Es inevitable y  deseable que así sea. En algunos pocos casos aquellos se desdibujan y le ceden el lugar protagónico a un relato  que parecería capaz de subsistir sin ellos.  No es fácil deslindar a los personajes del relato que encarnan ni a este de aquellos. Los personajes hacen que el relato sea lo que es y el relato, a su vez, perfila a los personajes  imprimiéndoles el carácter que el propio relato necesita para hacerse a sí mismo. Es una simbiosis que por no obvia deja de ser maravillosa.

En London River  los personajes  alcanzan tal fuerza y vigor que se convierten, por encima de los sucesos que les sirven de escenario, en la propia esencia narrativa de la película.  


El 7 de julio de 2005 Londres sufre dos ataques terroristas en los que mueren decenas de personas. London River no es una película sobre ese trágico evento es, en cambio, una película sobre un par de seres humanos, diversos y distantes,  que se enteran de los ataques y temen por la suerte de sus respectivos hijos. Ambos emprenden el sendero incierto de la búsqueda  sin saber que la unión desconocida de sus hijos será el factor que los llevará a su propia, inusual e inesperada unión.

Ella,  encarnada por Brenda Blethyn, es la madre de la hija desaparecida.  Mujer que ya en el ocaso de su vida se ha dedicado a las labores de la tierra y que se dice, más  por tradición que por convicción, profundamente cristiana. El, interpretado magistralmente por Sotiqui Kouyate, es el padre del hijo desaparecido. Su oficio, exótico y poético, es cuidar un bosque y particularmente sus moribundos olmos. Ella inglesa, él africano; ella cristiana el musulmán; ella el paradigma de una madre occidental, solitaria y afligida; él es una especie de rasta sexagenario que a fuerza de cuidar olmos ha terminado pareciéndose a uno muy lánguido de ellos.

Cuando en medio de la búsqueda angustiada se enteran de que sus hijos son pareja, empiezan a recorrer juntos la ruta estrecha de la esperanza. Ella al principio se resiste. No puede ser que su hija conviva - o quizás haya convivido - con un musulmán  y que  ella tenga ahora que buscarla en compañía de un hombre andrajoso y de pelo demasiado largo. El, por el contrario, desde un comienzo se muestra receptivo y abierto. Sólo quiere encontrar al hijo que desde muy temprano abandonó. Muy pronto ella renunciará a sus prevenciones y lo que antes fuera recelo se convertirá en esa solidaridad  que genera compartir un mismo dolor.

El trabajo de Rachid Bouchareb, el director de London River privilegia, quizás en demasía, la presencia de estos dos personajes. Son ambos tan centrales y unívocos que el drama compartido los hace un tanto irreales. No se puede negar que la relación que entre ambos se construye es, en medio de la tragedia, a la vez que triste reconfortante. El drama que ambos viven los despoja, especialmente a ella, de ese necio equipaje de prejuicios con el que la cultura, incluida la religiosa, suele cargar al ser humano.  Sin embargo a una película no la hace la trascendencia de su mensaje ni la ternura de sus personajes. A una película la hace una conjunción compleja de elementos en la que todos ellos  conforman un espiral de causas y efectos. 

De London River se sale satisfecho porque sus protagonistas logran unas actuaciones sobresalientes y porque a través de sus personajes uno vuelve a entender que en medio de tanta diferencia, ante el dolor y la esperanza solo nos queda reconocernos, más allá de los credos y los colores, como seres humanos. .

No sé si la función primordial del cine sea entretenernos o formarnos o simplemente contarnos algo. Yo siempre he pensado, de seguro por mis fantasmas literarios, que el cine está hecho para contarnos historias. La entretención y la formación son unos derivados valiosos pero siempre accidentales. Y es por esperar siempre del cine el había una vez  que de London River salí, si bien satisfecho e incluso emocionado, con el sutil  sinsabor de la historia que nunca fue contada.

RABIA



TÍTULO ORIGINAL Rabia

AÑO 2009 

DURACIÓN 95 min.    

PAÍS  España   

DIRECTOR Sebastián Cordero
GUIÓN Sebastián Cordero (Novela: Sergio Bizzio)
MÚSICA Lucio Godoy
FOTOGRAFÍA Enrique Chediak
REPARTO Martina García, Gustavo Sánchez Parra, Concha Velasco, Icíar Bollaín, Àlex Brendemühl, Fernando Tielve, Yon González, Xabier Elorriaga
PRODUCTORA Coproducción España-México-Colombia; Telecinco Cinema / Think Studio / Dynamo
PREMIOS 2010: Festival de Málaga: Biznaga de Oro a la mejor película y 3 premios más

GÉNERO Thriller. Drama. Romance

Clasificación : Vale la pena

Aunque pudo haberlo sido, Rabia no es una película que denuncie la discriminación y el mal trato a los que suelen verse sometidos en España los inmigrantes suramericanos. No obstante ser este el contexto de su trama, Rabia optó por adentrarse en la psicosis de un hombre inestable, carcomido por los celos que después de matar accidentalmente a su jefe, un capataz de la construcción, se refugia en la casa donde su novia trabaja como empleada del servicio.

No se trata, sin embargo, de una historia de complicidad amorosa porque Rosa (Martina García), así se llama ella, no sabe que su novio, José María (Gustavo Sánchez Parra) se oculta como una rata en el altillo de la inmensa casa. Es, por el contrario,  una historia contenida de tensión, rabia y amor. De contenida tensión porque no es un thriller clásico de suspenso pero sí mantiene al espectador expectante por la posibilidad, siempre inminente, de que descubran a José María; de contenida rabia, no porque ofendan los vulgares devaneos que todos tienen con Rosa, sino porque duele - y enamora también -   que sea en ella, noble y frágil, que converjan los desvaríos de unos hombres obnubilados con la sencillez de su belleza y de contenido amor porque tampoco se deja seducir por el facilismo de un romance heroico o tortuoso sino que prefiere conformarse con la insinuación de un amor ordinario capaz de enormes sacrificios.

Gustavo Sánchez Parra logra una actuación soberbia muy bien secundado por una cámara que capta esa mirada herida y asustadiza que entra y sale de la penumbra de sus estrechos escondidijos. Sánchez Ibarra actúa con la mirada y es impresionante su transformación física. Más allá de lo que pueda hacer el maquillaje, es evidente el adelgazamiento forzado al que debió someterse el actor mejicano, recordado por la inolvidable Amores perros,  para encarnar a ese hombre sometido a los demoledores efectos del hambre, el odio y el silencio.

Martina García encaja perfectamente en su papel. Rosa es una desconcertante mezcla de humildad y coraje y su discreta belleza parece venir de dentro, del dolor que siente, de un pasado abandonado abruptamente y de esos encuentros precipitados que en su sentir elemental se llaman amor. Rosa tiene la distinción de la sencillez y la cámara aprovecha muy bien esa presencia que rompe con muchos de los paradigmas asociados a la belleza femenina.

Y está, junto a ellos, al servicio de ellos e incluso por encima de ellos, la casa. Rabia es especialmente un tributo a ese espacio - sentido infantilmente siempre como inmenso -  atiborrado de cosas e historias llamado casa. Rabia pudo haberse llamado  La casa porque todo acontece en ella y porque todo pudo haber acontecido allí por la infinidad de sus espacios, por sus interminables recovecos,  por sus olores adheridos a las paredes y los muebles y por todos esos objetos que han ido acumulando con el paso del tiempo el testimonio mudo de las historias vistas. La casa de Rabia es la casa de los padres, esa suerte de casa museo donde todo envejece llevándose consigo la memoria inútil de lo que un día se creyó importante.

La cámara de Rabia se extasía en la casa. La recorre de arriba abajo y de abajo arriba. José María esta recluido en ella porque su única posibilidad absurda de libertad se la da su encierro en ella. Rosa dejó su casa al otro lado del océano y esta, inmensa y ajena, es ahora la suya o lo es por lo menos su habitación estrecha. Para los jefes de Rosa la casa es el escenario obligado de sus discordias otoñales y, también, el escenario que les recuerda que sólo se tienen el uno al otro y para sus hijos la casa paterna es y será por siempre ese referente impreciso de que alguna vez fueron niños.

Como toda gran casa, la casa de Rabia nos permite ver sin ser vistos, hablar sin ser oídos, hacer sin que nadie sepa que hemos hecho. Haciéndonos creer todo eso es la casa misma la que se queda con lo que vimos, oímos o hicimos y se lo guarda hasta ese incierto momento en el que las cosas y las historias terminan  revelándose solas porque no otro es el destino inevitable de todo secreto.