FITZCARRALDO

FITZCARRALDO
FITZCARRALDO. Werner Herzog. Klaus Kinski

domingo, 1 de enero de 2012

LA DAMA DE SHANGHAI





TÍTULO ORIGINALThe Lady From Shanghai
AÑO1947
DURACIÓN87 min.
PAÍS
DIRECTOROrson Welles
GUIÓNOrson Welles (Novela: Sherwood King)
MÚSICAHeinz Roemheld
FOTOGRAFÍACharles Lawton Jr. (B&W)
REPARTORita HayworthOrson WellesEverett SloaneGlenn AndersTed de CorsiaErskine Sanford,Gus SchillingCarl FrankLouis MerrillEvelyn EllisHarry Shannon
PRODUCTORAColumbia Pictures
GÉNEROCine negroIntriga


Calificación: Muy recomendada

Pasa en La Dama de Shanghai lo que le pasó a la cabellera de su protagonista.  De ese ondulado y largo cabello rojizo que la inmortalizó en Gilda (foto superior de esta nota), el pelo de la Hayworth se recorta y dora en La Dama de Shanghai (foto inferior de esta nota). En la película, dirigida y protagonizada por Orson Welles, sucede algo parecido a lo que le pasó al pelo de la bella y atormentada Rita. 

Los primeros minutos son todo un deleite visual que entremezcla la voz en off de Michael O’hara (Orson Welles), un marinero irlandés, con los diálogos insinuantes de los protagonistas.  La historia comienza con una travesía en  yate y el uso maestro de unos primeros planos cargados de sensibilidad y sensualidad dejan entrever las posibles honduras de un gran relato. Hasta acá, en el comienzo de La Dama de Shanghai, lo que fuera, en Gilda, el cabello ondulado  y largo de la Hayworth. A medida que la película avanza ese tono fino que tantas cosas buenas auguraba se va desliendo para cederle su espacio a una historieta – bien contada sí, pero historieta en todo caso – de aventuras.  Es acá donde la cabellera que antes caía sobre los hombros desnudos se recoge y tintura buscándole a su portadora otra expresión de su propia belleza. Una trama que pudo ser  la estremecedora  historia de amor de dos almas desoladas, se convierte de pronto en un thriller negro que pese a su buen manejo deja en la retina esa impresión, un tanto baladí,  de la impostura y el fingimiento.

En la película Rita Hayworth es Elsa la mujer de Arthur Bannister (Everett Sloane) un penalista tan afamado como extravagante. Michael O´Hara y Elsa tienen un encuentro casual en el Central Park que termina en el enfrentamiento del primero con una banda de inexpertos criminales que pretendía robar a la solitaria y bella mujer. Después de este primer encuentro y como aparente expresión de agradecimiento por haber salvado a su esposa, el enigmático Bannister contrata como miembro de su tripulación a O Hara. Vinculación que terminará en un intrincado cruce de líneas sentimentales en el que nadie es - o al menos nadie termina siendo -  aquel que parecía ser. 

Entre Michael y Elsa surge un mutuo enamoramiento. A la sombra, mordaz e irónico, el marido sigue con cuidado los devaneos de su mujer y la  aparente entereza  de su nuevo colaborador. Por su parte George Grisby (Glenn Anders), socio de Bannister,  se entromete en estos amores cruzados con una propuesta que terminará develando las intenciones verdaderas de estos enigmáticos jugadores que más bien parecen, en el símil demoledor que hace el propio O´Hara, tiburones hambrientos que terminan devorándose entre sí.

Que no sean pocas las razones que justifiquen el lugar privilegiado que en la memoria cinematográfica tiene La Dama de Shanghai, no quiere decir que ella sea, intrínsecamente hablando, una buena película. Me explico.  La sola presencia de la Hayworth es, de por sí, un cuño memorable. Su belleza, ahora tamizada y algo sobredimensionada por el paso de los años, es todo un imán de atracción. Sin embargo esta misma belleza es, en La Dama de Shanghai , un embauco de principio a fin. La Hayworth siempre parece una foto emergiendo de un magazine de modas. Tan bella como irreal, tan posuda como incapaz de tejer con los demás, en su papel de femme fatale, un hilo de comunicación verdadera.  Otro tanto sucede con los paisajes que le sirven de marco a la película. Las playas exóticas,  los grupos tropicales y los feroces cocodrilos no son más que piezas de decorado cuya inclusión un tanto forzada demerita la verosimilitud de la historia que en medio de ellas se cuenta. Y lo mismo sucede a la postre con la propia trama de La Dama de Shanghai. Welles quiso hacer memorable una historia de folletín y para ello se sirvió de no pocos recursos: su propio personaje, una mezcla curiosa  de filósofo y camorrero; la Hayworth, para entonces su verdadera mujer, clavándole  siempre su mirada   - oblicua y engañosa - a la cámara y, en general, un reparto que hizo un trabajo ciertamente caricatural y, quizás por ello mismo, perdurable. Súmesele a lo anterior el mérito del saber contar  una historia por ordinaria que sea, unos primeros planos muy bien logrados , unos diálogos penetrantes y, especialmente,   un par de esas escenas - la final de los espejos es ya un clásico del cine -  que se incrustan en la memoria colectiva haciéndose ellas mismas más importantes que la película que les sirvió de marco. 

Pero no siempre de la conjunción de tantos y tan buenos recursos resulta una buena película. En La Dama de Shanghai algo se rompe después de un comienzo brillante. No se trata, sin embargo,  de una ruptura brusca sino un quiebre discreto e, incluso, imperceptible. Es como si de espectadores expectantes pasáramos al confort visual de una entretenida aventura. Deja de importar el transfondo de los personajes y lo que ahora cautiva es la revelación, entre tantos y tan disímiles candidatos,  de quién podrá ser el impostor o el pérfido asesino. 

Welles, en todo caso, nunca será capaz de hacer una simple o entretenida aventura. Si La Dama de Shanghai se desvía de su curso original no es para extraviarse en los corredores rectilíneos de la entretención barata; opta más bien por una historia mejor contada que actuada donde el genio de su director se siente aún en medio de una historia que anunció vuelo y se quedó apenas en un buen merodeo terrestre.  

De todo lo anterior resulta una película como La Dama de Shanghai que siempre valdrá la pena ver y recomendar; una película de la que podríamos robarnos la foto – que no la actuación – de la Hayworth; una película cuyos extremos, el principio y el final, son mucho mejores que toda la trama que entre ellos acontece. Una película, en fin, que en medio de sus evidentes debilidades, tanto en lo argumental como en el plano propiamente interpretativo de sus actores,  siempre nos cautivará por esa deliciosa condescendencia que algunos tenemos, primero, con el blanco y negro y, segundo, con ese modo peculiar de contar las historias que tienen películas como La Dama de Shanghai. 

Habrá que admitir que condescendencias de este tipo ponen en evidencia no sólo un melancólico romanticismo, sino también una entrañable empatía con las princesas solitarias y con los héroes incomprendidos.  



No hay comentarios: