FITZCARRALDO

FITZCARRALDO
FITZCARRALDO. Werner Herzog. Klaus Kinski

domingo, 24 de julio de 2011

BRIGHT STAR




TÍTULO ORIGINALBright Star
AÑO
2009Ver trailer externo
DURACIÓN
119 min.  Trailers/Vídeos
PAÍS
  Sección visual
DIRECTORJane Campion
GUIÓNJane Campion
MÚSICAMarc Bradshaw
FOTOGRAFÍAGreig Fraser
REPARTOAbbie CornishBen WhishawPaul SchneiderThomas Brodie-SangsterKerry FoxEdie MartinClaudie BlakleyGerard Monaco,Antonia Campbell-HughesSamuel Roukin
PRODUCTORACoproducción GB-USA-Australia-Francia; Pathé / Screen Australia / BBC Films / UK Film Council
PREMIOS2009: Oscar: Nominada al mejor vestuario
2009: BAFTA: Nominada al mejor vestuario
2009: Cannes: Nominada a la Palma de Oro (mejor película)
GÉNERORomance. Drama | Drama románticoDrama de épocaSiglo XIX


¨ Quién más feliz, entonces, si, con el alma alegre
se hunde, fatigado, en la blanda yacija
de la hierba ondulante y lee una acabada,
una gentil historia de amor y languidez?¨

JHON KEATS, A quien en la ciudad estuvo largo tiempo



Clasificación: Vale la pena

Para Roger Ebert, el afamado crítico cinematográfico, el mejor momento de la semana para ver una película es el domingo a las diez de la mañana. Tiendo a estar de acuerdo con Ebert. Pero sólo puedo tender a estarlo porque ese día y especialmente a esa hora no es fácil sentarse, oscura la sala, frente a la gran pantalla. En lo que sí estoy de acuerdo con el columnista habitual del Chicago Sun Times, es que la mejor hora para ver el cine es aquella en la que nuestros sentidos, todos ellos, estén en la mejor disposición para captar, absorber, decantar y disfrutar la historia que ante ellos discurra. Creo, con Ebert, que el domingo por la mañana muchos elementos conspiran para lograr esa predisposición favorable. Solemos  - ese día y a esa hora - estar descansados, receptivos y todavía  distanciados de ese vacío insondable que parece inundarlo todo, como en el poema de Lorca, a las cinco en punto de la tarde.

No hay, sin embargo,  un día y una hora que aseguren esa permeabilidad sensorial. Bien puede suceder que sea un miércoles a las nueve de la noche, después de una jornada extenuante y olvidable, cuando mejor estemos dispuestos a esa inmersión que demanda el cine y, especialmente, a aquel chapuzón de los sentidos que siempre exige una buena película. Cada cual sabe reconocer, a su manera, los días, las horas y, más que las anteriores, las circunstancias cambiantes que mejor nos predisponen a la travesía cinematográfica. Es más,  no deja de sorprendernos esa película que contra todo pronóstico nos rescata del hundimiento al que normalmente nos conducen la preocupación, el cansancio  o ambos y en lugar de ellos nos llevan a ese éxtasis momentáneo, inconfundible impronta de los buenos relatos.

Como nada está escrito y como la planeación es un concepto adusto que a cada instante nos desborda, no es infrecuente que vayamos al cine y sintamos desde el comienzo de la película que no estamos preparados para verla, que hemos emprendido un tortuoso y cabeceante recorrido que no sabrá reconocer las maravillas del paisaje, sus tonos, sus colores y, especialmente, el talante de los personajes que lo pueblan. Algo - o quizás mucho - de esto me pasó cuando fui a ver Bright Star la última película de la neozelandesa Jane Campion. Noche de viernes, última fila del teatro y en los ojos - diciente ventana de lo que llevamos dentro - el agotamiento de toda la semana. Al poco tiempo de haber empezado la proyección me di cuenta que el ritmo de la película, todo finura y todo contención de sentimiento, rimaría mal con mi agotamiento.

Escribir sobre una película habiéndola mal visto de esta manera es un atrevimiento. Ello no obstante me arriesgo a hacerlo y es por eso que empiezo estas líneas diciendo que las películas terminan siendo o, mejor, terminan siéndonos aquellas que nuestros ojos y nuestro estado anímico nos permitieron ver y, también, aquellas que estos mismos y circunstanciales ojos  nos impidieron ver.

No hay cansancio que impida ver el preciosismo fotográfico que sostiene todo su relato de Bright Star. Los cuadros que la componen son, como los óleos de Vermeer, composiciones perfectas de luces, ambientes y gestos. Composiciones pictóricas a través de las cuales se cuenta una historia de amor que no se despeña, gracias a la contención muy bien lograda en el tono del relato, ni por el abismo de un mal entendido romanticismo ni, tampoco, por los precipicios del impostado drama.

John Keats (Ben Whishaw), el hoy venerado poeta del romanticismo inglés,  es un hombre sensible que encuentra en la sorprendente ilación de las  palabras el vehículo para transmitir las bellezas, las infamias y los dolores del mundo que le rodea. Es en este mundo, lastimado por una enfermedad que ha diezmado su familia y que ensombrece su propia existencia, que Keats conoce y se enamora de Fanny Bawne (Abbie Cornish). Ella será no sólo su musa sino el norte de toda su existencia, quizás más lo segundo que lo primero porque lejos del modelo pasivo que sólo se contempla, la Bawne encarna a esa mujer que entiende el amor desde una definición retadora y vigorosa de su propia esencia femenina.

Una historia que rescata los elementos atemporales  de la relación amorosa; una historia que, no obstante ubicarse en el siglo diecinueve, tiene el encanto  - exento de toda ingenuidad - de recordarnos que el amor ha sido, es y será siempre una confluencia indescifrable de pasiones, comprensiones y renunciaciones.

La Cornish destella con su papel. Aunque el poeta es la estrella, su luminosidad y la de toda la película proviene de esta mujer que desde su discreción es toda una implosión de autenticidad, feminidad y sensualidad. (Al recorrer la filmografía de esta actriz me encuentro con Somersault una película del año 2004 en la que, con solo ver el trailer, ya se insinúa ese resplandor).  

Sentí, quizás más por el abatimiento del momento que por las flacuras del argumento, que la historia amorosa de Bright Star no logró emerger del todo porque extremó tanto su contención en la belleza de sus cuadros y en la finura poética de su lenguaje, que descuidó el impulso vital que exige todo relato. Mi sensación después de la película es la aquel que se deleitó ante una muy correcta y bella sucesión de imágenes, mas no la de aquel que terminó involucrado o, incluso, lastimado por una conmovedora historia de amor.

Quizás me perdí de una extraordinaria película; quizás no pude, como en el poema de Keats que antecede estas líneas, hundirme, fatigado y feliz, en el ondulante lecho de la hierba a leer - a ver en este caso -  una gentil historia de amor y languidez.











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