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La obra de Jean Luc Godard ( Al
final de la escapada, 1960, Una mujer
es una mujer, 1961, El desprecio, 1963,
Banda aparte, 1964, Pierrot le fou,1965, Número dos, 1975, Pasión, 1982 y Nuestra
música, 2004 entre muchas otras)
despierta pasiones y decepciones. Para sus seguidores estamos ante un genio que
revolucionó la forma de hacer el cine y es eso lo que lo hace merecedor de un sitial de culto en el mundo del
celuloide. Para quienes no le
rinden tributo (decir sus contradictores u opositores sería un despropósito) su
obra carece de una línea consistente y está llena de altibajos.
En la vasta producción cinematográfica
de Godard Pierrot le fou es una ficha
clave. Lo primero que hay que hacer para eludir los extremos del elogio fácil o
de la descalificación apresurada es ubicarnos en el año en el que se la hizo:
1965. Época convulsa en la que la nueva estética era , antes que nada, la
estética de la ruptura. Europa asistía a un período de cambio jalonado por una
generación inconforme que ya no le veía mayor sentido a unas instituciones
decrépitas y a una cultura anquilosada en un pasado que no podía seguir
reverenciándose.
Es en este escenario de cambio
que Godard irrumpe con su Pierrot le fou.
Lo hace al mejor estilo del momento con una propuesta subversiva que se lo
permite todo porque, anticipándose a uno de los célebres graffitis de mayo del
68, lo único prohibido era prohibir. La película es un movie road que arrastra
a Jean Paul Belmondo y a Anna Karina, actores dilectos de Godard, por el
sur de Francia. Es una huída sin tono de escapada; es un romance sin
enamoramiento; es una tentativa de musical sin música, es un thriller sin
tensión y sin suspenso; es una
historia sin argumento; es un guión con merodeos poéticos pero sin verdadera
poesía y es, en fin, uno de esos amasijos propios del que se cree con licencia
para transgredir la regla que sea. No puede negarse que cada sketch de Pierrot
le fou - la película no es más que un aglomerado de estos - es una pieza de
creatividad subversiva. Pero a un
tal reconocimiento también hay que agregarle que el resultado del juego de
Godard es una pieza amorfa que no atrapa al espectador y que, bien por el contrario, termina
incomodándolo no obstante la clara percepción de que se está ante un hombre que
para su momento destrozó los cánones clásicos del como hacer una película.
Para muchos - sus razones y
sinrazones tendrán - Pierrot le fou tiene unas claves de
entendimiento que le dan coherencia y armonía a aquello que, a primera vista, carece de ambas.
Son los mismos que un tour de
force intelectual encuentran en la película de Godard una cantidad de señas
iconoclastas que, paradójicamente, les merecen culto.
Más allá de la
controversia alrededor de Pierrot le fou, personalmente la encuentro caótica y deshilvanada. La creatividad está siempre ligada a la
libertad pero sus mejores logros estéticos exigen un cauce, una disciplina de
expresión. En la película de Godard el espectador hace un permanente esfuerzo por conectarse con algo que
nunca llega a visualizar o a sentir.
Le toca entonces, post film,
hacer una construcción mental para darle algún sentido a lo que vio y para
extraer de lo visto ese placer que debió darse - y no se dio - durante la proyección.
Las buenas películas tienen esa
rara virtud de fascinar cuando se las mira y, vistas ya, de lograr que esa
fascinación inicial se llene luego de aristas e inesperados matices. Pierrot le fou no fascina; cuando más, provoca una reacción analítica en torno a la ruptura
estilística de su director pero no, a mi juicio, ese toque, perturbador y
perdurable, con el que siempre quisiéramos salir de la sala de cine.
Nota a deshoras: Se salva, y solo a sí misma se salva, la escena en el puerto en la que un hombre le cuenta a Belmondo como lo persigue esa insoportable música que siempre estuvo ligada a sus fracasos amorosos. En el plano de la imposibilidad me quedo con esa otra película, la que supo mantener el tono absurdo y bello de esta escena. Con ella los dejo
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