TÍTULO ORIGINAL Die Welle
AÑO 2008
DURACIÓN 110 min.
PAÍS Alemania
DIRECTOR Dennis Gansel
GUIÓN Dennis Gansel, Peter Thorwarth (Story: Johnny Dawkins, Ron Birnbach. Idea: William Ron Jones. Novela: Todd Strasser)
MÚSICA Heiko Maile
FOTOGRAFÍA Torsten Breuer
REPARTO Jürgen Vogel, Frederick Lau, Jennifer Ulrich, Max Riemelt, Christiane Paul, Elyas M'Barek, Jacob Matschenz, Cristina Do Rego, Maximilian Mauff, Maximilian Vollmar, Ferdinand Schmidt-Modrow, Tim Oliver Schultz, Amelie Kiefer, Fabian Preger, Odine Johne
PRODUCTORA Constantin Film Produktion / Rat Pack Filmproduktion / Medienfonds GFP
WEB OFICIAL http://www.welle.info/
GÉNERO Drama | Basado en hechos reales. Enseñanza. Colegios & Universidad
Clasificación : Muy recomendada
El sentimiento de protección que da el pertenecer a un clan o un grupo cerrado es la materia prima con la que trabaja La ola. Un profesor que esperaba le fuera asignado el curso sobre anarquía se ve de pronto y a disgusto ante el cometido de dictar la clase de autarquía. Sus alumnos son jóvenes entre los diez y tantos y los veinte tantos años. Rebosan energía, inconformidad, anhelos y frustraciones y es a esa masa de efervescencia expectante e irreverente a la que el profesor le pregunta por la posibilidad de una nueva dictadura en Alemania. Frente al inevitable siseo que la pregunta causa en el auditorio, el profesor (Jorgen Vogel) se decide por un ejercicio práctico con el cual sus estudiante podrán, más allá de la mera comprensión teórica del concepto, experimentarlo . La idea inicial es conformar un grupo que seguirá unos rígidos protocolos de disciplina y comportamiento y que, especialmente, se someterá a la comandancia del liderazgo que asume el propio profesor.
Afloran alrededor del grupo en formación las más disímiles expresiones: hay quienes, los menos, seguros de sus incipientes universos rechazan la uniformidad que exige la pertenencia al grupo; hay quienes, por el contrario, encuentran en el grupo una razón existencial que colma los vacíos que en sus vidas han dejados profundos desarraigos y conflictos afectivos y los hay, por supuesto, que apenas se mueven, perezosamente, con la inercia propia de cualquier moda.
El grupo cobra una inusitada y prontísima fuerza que exige nominarlo (La Ola), vestirlo (camisa y pantalón blancos) y sacarlo del aula porque empieza a perfilarse, más allá del experimento académico, como una verdadera y comprometedora forma de vida. El asunto terminará saliéndose de cauce porque habiéndoselo concebido como un inofensivo prototipo de prueba, desembocó en un experimento que no solo convulsionó el aula, el campus estudiantil, la ciudad misma, sino que trastocó las individualidades de sus disímiles protagonistas dejando ver los fantasmas reprimidos que las poblaban.
El sentimiento de protección que da el pertenecer a un clan o un grupo cerrado es la materia prima con la que trabaja La ola. Un profesor que esperaba le fuera asignado el curso sobre anarquía se ve de pronto y a disgusto ante el cometido de dictar la clase de autarquía. Sus alumnos son jóvenes entre los diez y tantos y los veinte tantos años. Rebosan energía, inconformidad, anhelos y frustraciones y es a esa masa de efervescencia expectante e irreverente a la que el profesor le pregunta por la posibilidad de una nueva dictadura en Alemania. Frente al inevitable siseo que la pregunta causa en el auditorio, el profesor (Jorgen Vogel) se decide por un ejercicio práctico con el cual sus estudiante podrán, más allá de la mera comprensión teórica del concepto, experimentarlo . La idea inicial es conformar un grupo que seguirá unos rígidos protocolos de disciplina y comportamiento y que, especialmente, se someterá a la comandancia del liderazgo que asume el propio profesor.
Afloran alrededor del grupo en formación las más disímiles expresiones: hay quienes, los menos, seguros de sus incipientes universos rechazan la uniformidad que exige la pertenencia al grupo; hay quienes, por el contrario, encuentran en el grupo una razón existencial que colma los vacíos que en sus vidas han dejados profundos desarraigos y conflictos afectivos y los hay, por supuesto, que apenas se mueven, perezosamente, con la inercia propia de cualquier moda.
El grupo cobra una inusitada y prontísima fuerza que exige nominarlo (La Ola), vestirlo (camisa y pantalón blancos) y sacarlo del aula porque empieza a perfilarse, más allá del experimento académico, como una verdadera y comprometedora forma de vida. El asunto terminará saliéndose de cauce porque habiéndoselo concebido como un inofensivo prototipo de prueba, desembocó en un experimento que no solo convulsionó el aula, el campus estudiantil, la ciudad misma, sino que trastocó las individualidades de sus disímiles protagonistas dejando ver los fantasmas reprimidos que las poblaban.
Quizás sea por basarse en unos hechos que en el año 1967 sucedieron en Palo Alto California que a La Ola se le critica porque su historia no es creíble. No pocos dicen que la película del director alemán Dennis Gansel naufraga porque es inverosímil, porque a nadie le puede caber en la cabeza que un experimento de este tipo pueda causar en tan solo cinco días los estragos que trajo este inusual método académico. Quienes por esto mismo descalifican La Ola consideran que si en realidad, en una cualquiera de nuestras frenéticas realidades actuales, se hiciera un ejercicio de este tipo el resultado sería, cuando más, la confrontación entre algunos pero nunca una apropiación tan apasionada del ejercicio.
Volvemos al asunto de la verosimilitud en el cine. Es probable que si hoy en un colegio de Brema o de Cassel se hiciera un experimento de este tipo, lo más que pasaría sería que algunos estudiantes lo descalificarían por ridículo mientras que otros lo seguirían por tratarse de una tarea. Es más, en apenas cinco días los estudiantes, inmersos en otras cosas académicas y extra académicas, ni siquiera habrían asimilado del todo las reglas básicas del juego.
Y es que acaso, me pregunto, es el grado de probabilidad de efectiva y real ocurrencia de la historia relatada lo que hace verosímil una película y, más allá incluso, lo que la hace buena o mala según sea el caso? El asunto no es simple pero me atrevería a decir que la verosimilitud de la película debe juzgarse en primer lugar considerando su género. Sería una rotunda insensatez descalificar una comedia porque la historia allí contada difícilmente podría darse, sucederse, en nuestra realidad cotidiana y nadie se atrevería, pienso yo, a menospreciar un buen thriller argumentando que personajes tan extremos e indescifrables como los que lo protagonizan no desfilan de ordinario por nuestros asfaltos. Otro juicio de credibilidad merecen por supuesto las películas que pretenden narrar, precisamente, nuestro cotidiano y más aún aquellas que aspiran contar en lenguaje cinematográfico lo que, se supone, sucedió en la vida real. En estos casos la verosimilitud adquiere unos perfiles diferentes y llega a ser determinante el convencimiento de que lo que está aconteciendo en la pantalla puede o bien suceder o bien haber ya efectivamente sucedido. Sin embargo el acontecer cinematográfico es y será siempre - como cualquier otro acontecer escrito, contado, pintado, fotografiado, musicalizado o moldeado - distinto a ese que con tanta ambigüedad e imprecisión llamamos el acontecer real de las cosas. La realidad que por cualquiera de estas vías se narra es inevitablemente un duplicado del modelo que reproduce pero no será mejor o peor, ni siquiera en las denominadas corrientes hiperrealistas, por su fidelidad o su ciego apego al modelo, sino por una transmisión de sensaciones que logran que el trabajo creativo reinvente, respetándola por completo, la realidad que, literalmente, reproduce.
Y es que acaso, me pregunto, es el grado de probabilidad de efectiva y real ocurrencia de la historia relatada lo que hace verosímil una película y, más allá incluso, lo que la hace buena o mala según sea el caso? El asunto no es simple pero me atrevería a decir que la verosimilitud de la película debe juzgarse en primer lugar considerando su género. Sería una rotunda insensatez descalificar una comedia porque la historia allí contada difícilmente podría darse, sucederse, en nuestra realidad cotidiana y nadie se atrevería, pienso yo, a menospreciar un buen thriller argumentando que personajes tan extremos e indescifrables como los que lo protagonizan no desfilan de ordinario por nuestros asfaltos. Otro juicio de credibilidad merecen por supuesto las películas que pretenden narrar, precisamente, nuestro cotidiano y más aún aquellas que aspiran contar en lenguaje cinematográfico lo que, se supone, sucedió en la vida real. En estos casos la verosimilitud adquiere unos perfiles diferentes y llega a ser determinante el convencimiento de que lo que está aconteciendo en la pantalla puede o bien suceder o bien haber ya efectivamente sucedido. Sin embargo el acontecer cinematográfico es y será siempre - como cualquier otro acontecer escrito, contado, pintado, fotografiado, musicalizado o moldeado - distinto a ese que con tanta ambigüedad e imprecisión llamamos el acontecer real de las cosas. La realidad que por cualquiera de estas vías se narra es inevitablemente un duplicado del modelo que reproduce pero no será mejor o peor, ni siquiera en las denominadas corrientes hiperrealistas, por su fidelidad o su ciego apego al modelo, sino por una transmisión de sensaciones que logran que el trabajo creativo reinvente, respetándola por completo, la realidad que, literalmente, reproduce.
En La Ola se siente, incluso al grado del estremecimiento, que lo que se ve sucedió; que durante la proyección está realmente sucediendo lo que vemos y, lo más inquietante de todo, que lo que aparece en pantalla puede llegar a suceder no por un simple y mecánico proceso de copiado sino porque, de una manera dialéctica, la realidad es a su turno capaz de reinventar, de reproducir, la ficción que el cine exhibe. Podrá hacerlo con su propio lenguaje, con su empleo del tiempo, con su manipulación de los personajes y, por supuesto, con los desenlaces que se le antojen. Este es, este ha sido desde siempre, el fascinante juego de espejos y reflejos que nos plantea, en el arte todo, la malentendida verosimilitud.
No puede negarse que La Ola, contundente e impactante en su historia, alcanza a zarandearnos; nos deja un sinsabor pero no nos marca con esas huellas indelebles que solo dejan las buenas películas. Una película es íntegra o, dicen otros, redonda, cuando todo en ella - personajes, historia, ritmo, escenarios, fotografía -transcurre sin el más mínimo tropiezo narrativo; cuando ella misma se desliza anulando la sensación de movimiento. En La Ola hay esquirlas y fracturas que impiden la integridad, que lastiman la redondez. Son situaciones extremas que más que un efecto de conmoción provocan una sensación de distorsión. Será por eso quizás que la integridad - o la redondez - en el cine, como en el arte todo, está íntimamente ligada, por compleja que ella sea, a la simpleza.
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