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Una de las claves esenciales del
cine es el manejo de la mentira.
La cámara necesariamente
transfigura lo que mira. Cuando el lente se posa sobre un rostro o sobre un
aviso de neón o sobre un rostro que atrás tiene un aviso de neón, la cámara
hace de ellos y con ellos otra cosa; sí un rostro, sí un aviso de neón, sí un
rostro que atrás tiene un aviso de neón pero distintos, sutil pero profundamente distintos, a aquellos en los que se posó y de los
que se sirvió para moldear otro rostro, otro aviso de neón, otro rostro que
atrás tiene un aviso de neón. Nada de lo que salga en el cine, ni siquiera en
el que se pretenda más real o documental, puede ser verdad. El cine es lo que
es porque falsea todo cuanto ve, toca y relata. No importa cuales sean sus modalidades - pictórica, verbal,
plástica, musical o visual - todas
nuestras aproximaciones de expresión a
la verdad son apenas eso, aproximaciones o, quizás más bien, variaciones
en torno a un objeto que se sospecha verdadero. La humana propensión a nominarlo
todo, a encapsularlo todo en un
concepto, a reducirlo todo a un rótulo que aspira a confundirse con lo
rotulado, es la inevitable condena, mágica y trágica a la vez, a
vivir en un mundo de mentiras. El cine es una manera más de aprehender algo
revestido de aparente verdad con el fin de expresarlo en un
plano adyacente a ese otro que llamamos realidad. Es precisamente la
precariedad de nuestras verdades la que propicia que las miremos desde otras
ópticas, el cine una de ellas, para completarlas, para que la mentira que la
exprese se adhiera a su enclenque verdad y sobrevenga así otro tipo de verdad.
Hay
películas, no pocas, que se presentan con el embauco de basarse en hechos
reales pero que desde un comienzo dejan ver su irredimible entrega a la
mentira; películas que no vacilan en sumergirse desde la primera escena en las
confortables y a veces también turbias aguas de la ficción. La entrega a la
mentira o la inmersión en la ficción no son, per se, ni negativas ni positivas. La una y la otra no son más que
la esencia misma del cine y de su tratamiento depende la fortuna de toda
película.
Bajo nobles pero torpes
intenciones de apego a la verdad, Zero
Dark Thirty pretende la reproducción objetiva y desapasionada de la tortuosa búsqueda de Osama Bin Laden; en su intento la película se sume en una complejidad innecesaria y tediosa. Todos han
dicho y diré con ellos que el relato está bien armado y que la estructura de la
película es contundente y sólida. Pero son estos mismos calificativos los que
le niegan la plasticidad y la levedad - que no la ligereza - propias de todo buen relato. Las más de dos horas de
proyección vencen la más estoica de las atenciones y dejan en el espectador una
sensación de documental maquillado de un maniqueísmo para justificar torturas y venganzas por fuera de todo
derecho.
La dirección de Kathryn Bigelow
es impecable, pero el problema es que es lo es en demasía. Le faltó lo que le sobró en The Hurt Locker: ese adentrarse en la historia pero no con las
pinzas finas del historiador sino con la intromisión del sicólogo o con el
descaro del fabulador. En Zero Dark
Thirty uno no se siente ni ante la minuciosa reconstrucción de un
acontecimiento ni, menos aún, frente a una mirada arriesgada capaz de darle a ese acontecimiento un nivel distinto de verdad.
En esta oportunidad la Bigelow sacrificó el desborde de la sensibilidad por la frialdad del tecnicismo. Se ha dicho de ella que es una de esas directoras que no se arruga frente a temas normalmente tratados por directores hombres. De hecho, Loveless (1982) su primera película acerca de una banda de pandilleros en los cincuentas es para algunos una pieza de culto en la galería del cine violento . Más allá de estas dudosas correlaciones de género, lo que sobresale en el cine de la Bigelow es ese balance no premeditado entre la barbarie y la atrocidad de las que es capaz el ser humano y su facultad de asombrarse ante lo elemental y cotidiano. La feminidad - honda precisa y detallista - puesta al servicio de un relato sin tapujos ni fronteras. El reto, sin duda alguna enorme, de querer recrear esta persecución obsesiva, llevó a la Bigelow a negarse esas concesiones subjetivas que, para bien o para mal, terminan poniéndole el sello personal a toda expresión creativa. Por apegarse a una supuesta verdad no solo terminó distanciándose de ella sino que desperdició la oportunidad de recrear la suya, tiznada o tamizada como toda verdad, por sus propios anhelos y sus inevitables sesgos.
En esta oportunidad la Bigelow sacrificó el desborde de la sensibilidad por la frialdad del tecnicismo. Se ha dicho de ella que es una de esas directoras que no se arruga frente a temas normalmente tratados por directores hombres. De hecho, Loveless (1982) su primera película acerca de una banda de pandilleros en los cincuentas es para algunos una pieza de culto en la galería del cine violento . Más allá de estas dudosas correlaciones de género, lo que sobresale en el cine de la Bigelow es ese balance no premeditado entre la barbarie y la atrocidad de las que es capaz el ser humano y su facultad de asombrarse ante lo elemental y cotidiano. La feminidad - honda precisa y detallista - puesta al servicio de un relato sin tapujos ni fronteras. El reto, sin duda alguna enorme, de querer recrear esta persecución obsesiva, llevó a la Bigelow a negarse esas concesiones subjetivas que, para bien o para mal, terminan poniéndole el sello personal a toda expresión creativa. Por apegarse a una supuesta verdad no solo terminó distanciándose de ella sino que desperdició la oportunidad de recrear la suya, tiznada o tamizada como toda verdad, por sus propios anhelos y sus inevitables sesgos.
Zero Dark Thirty no es una mala película ni es, tampoco, una buena
película. Es una aproximación bien elaborada pero fallida a lo que pudo ser,
con mucha menos precisión y con mucha más introspección, pasión y riesgo, una buena película.
Nota a deshoras: Buena esta crítica. Desparpajada, fresca y certera
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