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Para hablar de Aguas turbulentas hay que trazar una
frontera que separe el drama que en ella se cuenta de la forma como este nos es
contado. El primero, hondo y
perturbador, trata de la culpa, el
dolor, la redención y el perdón; la segunda es un inteligente armazón de dos
historias contadas desde ópticas
distintas que poco a poco y mediante un constante ir y venir en el
tiempo se van intersecando hasta hacerse una sola.
Las historias:
Jan Thomas (Fredik Grondahl)
recupera su libertad después de pagar
una pena por el homicidio de un menor que desapareció arrastrado por el
torrente de un río. Su talento musical y en especial su virtuosísimo como
intérprete del órgano le permiten trabajar en una iglesia dirigida por Anna, una sacerdotisa cuya belleza
emerge, paradójicamente, de su infructuoso deseo de ocultarla. Entre ambos
brota una atracción que se sobrepone a la contención y al pudor que rodean este
inusual encuentro. Anna tiene un hijo menor y será a través de este incipiente
modelo de familia que Thomas intentará rehacer su vida fracturada. Temeroso por
la reacción de Anna, Thomas le oculta su pasado. Un pasado inundado por esa corriente que se llevó la vida del
niño y con ella, arrastrada por la negación y la culpa, su propia vida.
Agnes (Trine Dyrholm) es la mamá
del niño que murió. Después de la tragedia Agnes y su esposo adoptan dos niñas dándose
cuenta, sobre todo la afligida mamá, que hay vacíos que se ahondan aún más
cuando se intenta llenarlos. El
dolor resurge cuando en su condición de maestra organiza una visita escolar a
la iglesia donde toca Thomas; es allí donde Agnes se reencuentra con el asesino
de su hijo; lo reconoce en medio
del estremecimiento que a todos los presentes les produce la soberbia
interpretación que Thomas hace en el órgano de la querida Troubled
water de Simon y Garfunkel. El reencuentro que la prisión pospuso por
tantos años habrá de tener lugar y podrá ser quizás la oportunidad para vengar
el crimen atroz o, al menos, para oír de su autor la inútil explicación del
porque lo hizo .
La forma de contarlas:
Aguas turbulentas esquiva la línea fácil del relato cronológicamente ordenado. Opta
en cambio por la técnica de ir soltando fragmentos que irán alcanzando su
coherencia y su articulación con la historia central a medida que las escenas
van encajando, las unas en las otras, como fichas de un gran rompecabezas. Sin
embargo no es en sí la técnica lo que le confiere a la película su nota
sobresaliente. Lo que en realidad la hace remarcable es que ese premeditado desorden
narrativo logre el efecto perturbador
que se siente de principio a fin. Desde que Thomas abandona su presidio
hay algo latente en el ambiente
anunciando que hay condenas irredimibles y que las esperanzas de
restauración evidenciarán, tarde que temprano, las fragilidades de todo
espejismo.
El gran mérito de Aguas turbulentas es lograr una
sensación de unidad y continuidad mediante un sistema narrativo de
fragmentación. Erik Poppe, su
director, emplea la herramienta de la reiteración visual para mostrar como un
mismo hecho adquiere significaciones diversas según cual sea el ángulo desde el
que se lo aprecie. Al espectador se le muestra dos o tres veces la misma escena
pero nunca queda la sensación de una repetición innecesaria; lo que queda, por
el contrario, es la percepción de
haberse contemplado el hecho a través de miradas diversas que le confieren un
mejor sentido o, si se quiere, una mayor aproximación a la verdad. Para esto Aguas turbulentas va más allá del simple uso de unas herramientas que entremezclan los brincos en el
tiempo y los cambios visuales de narración. Lo que sobresale en el relato es la intimidad que lo
caracteriza. Thomas ve el mundo que lo rodea y el pasado que lo acecha, con una
visión acuosa que parece incapaz de emerger de la profundidad donde yace un
niño muerto. Hay incluso varias tomas de cámara desenfocada que
nos recuerdan la visión borrosa que se tiene bajo el agua. Agnes por su parte
lo ve y lo vive todo desde la miopía que causa la incomprensión y esa búsqueda
ansiosa de algo o alguien que le explique el porqué de su dolor. Ambos
visiones, intersecadas por los mismos hechos, terminan instaladas en la retina
de un espectador que está más acostumbrado a las resoluciones de los enigmas o
a las definiciones moralistas que a este tipo de relatos donde no hay verdades
absolutas ni bondades victoriosas, sino seres humanos complejos que andan por
ahí viviendo sus vidas, sin heroísmos ni martirios y con la endeble convicción
de que la verdad como valor absoluto proviene de su percepción del mundo
circundante.
El sonido del órgano es
envolvente, metálico y solemne. Su majestuosidad tiene el doble efecto de
hacernos sentir insignificantes frente a lo supremo pero, a la vez, capaces de
percibirlo y reconocer nuestra capacidad de tender a ello. Algo similar pasa con el agua que puede significarnos ahogo, limpieza, misterio, turbulencia o pureza. De principio a fin la película está marcada por momentos de agua que le imprimen un peculiar acento de enigma y silencio. Todo bajo el agua pareciera suceder en otro plano de la verdad. Lo que logra transfundirnos el tono de Aguas turbulentas es ese debate
permanente del ser humano que discurre sin tregua entre las amarguras que le
depara la vida y las esperanzas salvadoras que vislumbra en el rostro del otro,
en una partitura, en un posible creador o, las más de las veces, en la simple
ternura de un niño.
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