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Calificación : Muy recomendada
La última película de los hermanos
Dardenne (La promesa 1996, Rosetta 1999, El hijo 2002, El niño 2005
y El silencio de Lorna 2008) es una
narración escueta que se atiene al decurso lineal de lo que le pasa a
un chico desamparado y conflictivo que se desplaza, como cualquier otro de su
edad, en una bicicleta. Si la película hubiese tenido
intenciones moralistas se la habría titulado de otra forma. Se la habría llamado, por ejemplo, Huir en bicicleta o Todavía una esperanza . Pero no. Se llama El niño de la bicicleta porque trata, sin más, de un muchacho y su bicicleta; porque
el niño y su bicicleta son el eje de un relato totalmente medido en el que los
hechos escuetos son el único vehículo de expresión . Los Dardenne reiteran así un estilo que ya los caracteriza y
que por parco pudiera parecer hosco y amargo pero que cuando se
concreta en una película como el Niño de
la bicicleta constituye un enorme acierto cinematográfico.
Como en muchas de las anteriores
películas de los hermanos belgas, la historia se centra en las
convulsiones y zozobras de una persona menor. Los Dardenne tienen una clara
inclinación por el mundo inestable, tierno, solitario, agresivo y contestatario
de niños y adolescentes. Un mundo que los hermanos abordan sin ningún tipo de
preciosismo y despojados por completo de cualquier intención aleccionadora. La
cámara sólo aspira a captar el suceso evidente. Lo que este pueda provocar en
el espectador pertenece más al ámbito de la elaboración individual de quien ve
la película que a un tramado artificioso tejido con imágenes seductoras o
parlamentos sugestivos.
En el Niño de la bicicleta Cyril es un preadolescente que recorre con su
bicicleta las calles de una ciudad que no le ofrece más que un par destinos
repetidos y huecos. Pero es en los desplazamientos entre punto y punto que
Cyril parece encontrar, endeble y fugaz, un lugar propio. Cuando a los once
años se pedalea no hay otra expectativa, elemental y básica, que de la
desplazarse de un punto a otro. A veces para quien monta la bicicleta el pedaleo puede ser un
desahogo, pero cuando lo es carece de discursos existenciales y solo es una forma
de reafirmar una presencia frágil estrellándola contra el viento que se lleva
en contra.
Cyril está obstinado en recuperar
la compañía de su padre mientras que este, acobardado por la responsabilidad
paterna, rehúsa tenerlo a su lado. Es en uno de esos infructuosos acercamientos
a su papá que Cyril termina conociendo a Samantha (Cécile de France), una
peluquera de barrio que le brinda
su casa como hogar provisional de acogida. La relación entre Cyril y Samantha
no es nada cálida. Contra las advertencias de su nueva protectora el chico
termina involucrándose con un pandillero de la calle que busca provecho en esa
rebeldía y en esa agresividad de Cyril que solo sabe expresarse en la ferocidad
de su pedaleo. Sin éxito Samantha intenta disuadirlo de esta mala compañía pero él la confronta con el argumento hostil y desagradecido de no ser su madre.
La historia de los Dardenne no se
sale ni por un solo instante de su cauce. La contención permanente es su tono y
elude de manera magistral esa ligereza emotiva en la que tan fácilmente puede
caerse cuando de por medio hay niños abandonados y mujeres solitarias que a tumbos andan
buscándole sentido a sus precarias existencias.
Lo increíble del Niño de la bicicleta es que pese a su
acento tan sobrio y plano logra transmitir un cúmulo de emociones que van desde
la auténtica compasión hasta la más pueril de las esperanzas. Sin apenas darse cuenta Samantha se
topa con una maternidad despojada de peluches y fotos enmarcadas. Una
maternidad que por silvestre tiene también algo de agreste.
En su rol de Cyril Thomas Doret logra una interpretación brillante. Quien alguna vez haya pedaleado sin los afanes de la salud o de la estética y sin siquiera el solaz de la entretención, entenderá lo que es, a los once o doce años, sentarse sobre esa irrepetible bicicleta que es, de una inexplicable forma, nuestra única conexión con el mundo y, también, nuestra forma de desconectarnos de él. Viendo a Cyril con su pedaleo irregular y su rostro de enojo contra el viento es imposible no evocar, sin sensiblerías, los pedaleos de entonces.
En su rol de Cyril Thomas Doret logra una interpretación brillante. Quien alguna vez haya pedaleado sin los afanes de la salud o de la estética y sin siquiera el solaz de la entretención, entenderá lo que es, a los once o doce años, sentarse sobre esa irrepetible bicicleta que es, de una inexplicable forma, nuestra única conexión con el mundo y, también, nuestra forma de desconectarnos de él. Viendo a Cyril con su pedaleo irregular y su rostro de enojo contra el viento es imposible no evocar, sin sensiblerías, los pedaleos de entonces.
El ensamble entre Cyril y
Samantha es, por trunco y traumático, casi perfecto. El acierto de los Dardenne
es la renuncia a lo que supere el plano inmediato de lo básico. No es, sin
embargo, un realismo opaco o
amargado; es, por el contrario, la conjunción bien lograda entre una cámara
adusta y un guión muy bien medido.
Viene bien encontrarse con una película como el Niño de la bicicleta porque nos recuerda
que hay otra manera, menos vistosa pero mucho más auténtica y franca, de captar
las penurias y también las fortunas del ser humano. Un ejemplo contundente de
esta austeridad es la musicalización de la película. Sólo hay un brevísimo
pasaje musicalizado: Cyril, rechazado por su padre, emprende su pedaleo desaforado.
Solo en esa corta fuga hay música de fondo. La vida no sucede musicalizada y si el cine se permite esa
licencia debe hacerlo siempre en un acto de simultáneo respeto por la música y
por la vida misma.
El gran mérito del Niño de la bicicleta está en lograr una
impecable transmisión de sentimientos sin naufragar en el torrente que estos
suelen provocar.
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