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Las nieves del Kilimanjaro llegó a nuestra cartelera comercial a
finales del año pasado descolgada de la programación de la más reciente versión del festival de cine francés. Creo no
equivocarme si afirmo que Las nieves del
Kilimanjaro (2011) es la primera
película que vemos en la cartelera colombiana del director francés Robert
Guédiguian. En su filmografía figuran películas como Marie-Jo y sus dos amores (2001) La ciudad está tranquila (2000) y El dinero da la felicidad (1992). Si otras películas de Guédiguian se han proyectado en las salas
bogotanas o, en general, en las colombianas, ha de haber sido por su programación en otros festivales o
por su exhibición en algún círculo cerrado. Lo cierto, lo triste y cierto, es que estamos ante un
director desconocido cuyo trabajo - por lo que puede verse en Las nieves del Kilimanjaro - está
cargado de sensibilidad, emotividad y talento.
Antes de arriesgar unas líneas
sobre Las nieves del Kilimanjaro, tengo
que decir que a Bogotá y en general a Colombia, le sigue faltando una oferta
cinematográfica que rompa el esquema tradicional de una cartelera comercial,
apenas diversificada por los meritorios pero a la vez muy contados festivales
que se realizan durante el año en distintas localidades del país. Sería fantástico toparse en la cartelera
con un par de salas que proyectaran, que sé yo, las películas de Billy Wilder o
las del maestro Ozu o las de Buñuel o, cuando menos, que proyectaran un par de
veces al año El Padrino, La Pandilla
salvaje o, porque no, Desayuno con
diamantes. En muchas otras ciudades del mundo hay teatros que se
especializan en este tipo de programaciones. Seguramente no serán las más
rentables pero estoy seguro que debe haber algún sistema de subsidios o
patrocinios que permita esta opción.
Desde hace años veo con gran satisfacción que nuestras salas de cine,
las especializadas en una programación no estrictamente comercial, tienen muy buenas asistencias. Hablando
tan solo de Bogotá, estoy seguro que muchos de los que hoy van o vamos a los
teatros de la Avenida Chile o a los de Cinemanía o al Cinema Paraíso en Usaquén
irían o iríamos felices un sábado en la noche a ver El hombre que
mató a Liberty Valance de Jhon Ford o, más acá en el tiempo, Alguien voló sobe el nido del Cuco de
Milos Forman o Terciopelo azul de
David Lynch. Anochecerá y, literalmente, veremos.
Vuelvo a Las
nieves del Kilimanjaro para decir que es una de esas películas que se
pasean, sin manosearlo, por el sentimiento humano. Michel (Jean Pierre Darroussin)
es un sindicalista que queda desempleado por un recorte de personal. Es con
ocasión de este retiro forzado y anticipado que Michel se dedica a esos oficios
mínimos de sacar de sus vainas unos fríjoles, voltear unas salchichas en el
asador dominguero, corretear en la playa a sus nietos o, simple y llanamente, contemplar
con Marie-Claire, su mujer (Ariane Ascaride) el desvanecimiento que
provoca el inexorable paso del tiempo. Un evento inesperado y doloroso hará que
él y quienes lo rodean exterioricen sus sentimientos – y sus resentimientos –
frente a una sociedad sumida en la insensatez.
El trabajo de Guédiguian está
bien balanceado. Las nieves del
Kilimanjaro no es el retrato reblandecido de la solidaridad humana ni es
tampoco el análisis inerte y frío de las penurias de una clase que lucha por
proteger sus conquistas materiales. La película de Guédiguian es un tributo
discreto a esa posibilidad que todos tenemos de ser algo más que ese proyecto de seguridad económica condenado siempre
a su connatural insatisfacción.
Las nieves del Kilimanjaro restaura la opción vital de servirle al
otro en lugar de dilapidar nuestra vida enfrentándolo. El
planteamiento narrativo de Guédiguian parte de la utopía obrera de los sesentas
cuando la bandera de la igualdad provocó que los puños inconformes se levantaran y que las plazas uniformadas de
overoles entonaran, obnubiladas por un sueño, hipnóticos himnos de protesta. Ese fue el entorno que vio crecer y madurar a Michel; fue al
amparo frágil de ese ideal que formó su familia y fue ese sueño el que Marie
Claire aprendió a compartir pero con la honda convicción de que después y antes
de la aspiración igualitaria siempre ha estado la libertad del individuo. Al
sueño igualitario de los sesenta lo fue agrietando el paso del tiempo; los
líderes combativos envejecieron y sin darse apenas cuenta se convirtieron en
una nueva especie de burguesía arrinconada y un tanto avergonzada. Las nuevas generaciones crecieron
con otras ambiciones; sus círculos se estrecharon y donde sus padres vieron la
esperanza de un bienestar colectivo, aquellas apenas si ven la inmediatez de su
seguridad material.
Los hijos de Michel y Marie
Claire asisten, con un inevitable dejo de incomprensión y descalificación, al
ocaso de sus viejos. Lo propio le
pasa a la nueva generación obrera en cuyo vocabulario soez y temerario no
figura la palabra sacrificio. En
esta transición generacional, callada y tensa, surge el incidente del que Guédiguian se servirá para resolver de
una manera dialéctica esta confrontación de visiones. Ni ganará la tesis, revaluada ya, de una
lucha de clases como antesala necesaria
para alcanzar la justicia social, ni ganará su antítesis, capitalista y
desalmada, de un mundo en el que solo cabe competir para alcanzar el confort
material. La síntesis que nos propone Guédiguian es la discreta comprobación de
que el hombre sigue siendo capaz de darse al otro, no como expresión de un
sacrificio o una frustración, sino como manifestación de un acto justificante y
liberador.
Sin la pesadez propia de este
discurso, Las nieves del Kilimanjaro lo
abordan a través de una familia común y corriente que cree en sus valores pero
que también cree en la legitimidad del gozo que provoca un buen asado el
domingo en la tarde o en la felicidad fugaz , lo son todas, de un viaje para
conocer las nieves del Kilimanjaro.
Guédiguian pudo evitar el giro
final de su película habiéndola hecho desembocar en ese terreno baldío al que
siempre conduce la hegemonía de cualquier ideología. Optó por otra cosa y ante
la inminente desolación arrojó el salvavidas de la solidaridad y la compasión.
Forzada e innecesaria salida de ternura?
Giro caramelizado que demerita un relato sobrio y bien contado? Abdicación
frente a ese imperativo pseudo moral que siempre demanda finales esperanzadores o
aleccionadores? No creo. La mirada que propone Las nieves del Kilimanjaro es una más entre las tantas posibles y
lo importante es que la película logra matricularnos, no en una moral
abstracta, sino en esa otra moral, ordinaria y cotidiana, que soporta la relación con todos aquellos que
nos rodean.
Yo creo, contestando el
interrogante que plantea el título de la obra de Stanley Cavell, El cine puede hacernos mejores?, que sí,
que sí puede hacernos mejores no solo por el disfrute que nos provoca, sino por
su indiscutible capacidad de multiplicarnos los ojos para ver más y,
especialmente, para vernos mejor.
Nota a deshoras: Las nieves del Kilimanjaro es también el nombre de una película del año 52 dirigida por Henry King y protagonizada por dos grandes: Gregory Peck y Ava Gardner. Además es el nombre de la canción interpretada por Pascal Daniel que en el año 1967 fue número uno en listas y que se oye en la película. Los dejo con ella
1 comentario:
Cinéfilos, puse una breve entrada sobre el Oscar, por si quieren llegarle a mi blog.
Saludos.
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