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Hay objetos que tienen una clara
e inequívoca relación con un oficio, con una institución o con cualquier otro referente
al que conducen por una asociación universalmente divulgada. Las gafas oscuras de
forma ovalada y marco dorado son, en este sentido, el símbolo del piloto de
avión, el emblema del aviador. Y así como ese elemento está atado al oficio, el
oficio también está ligado a un imaginario colectivo que identifica al piloto
(siempre una figura masculina) con un hombre de mundo que hoy duerme en Chicago
y mañana se levanta en Paris (o en cualquiera otra ciudad cuyo nombre evoque un
mundo soñado) . Un hombre rodeado de mujeres bellas que debieran rendirse,
tarde que temprano, a sus brazos y, en fin, un hombre sublimado tras un
uniforme siempre bien planchado que tiene a su mando un inmenso pájaro metálico
y en cuyas manos descansa, por unas buenas horas, la vida de decenas de
personas.
En El vuelo, la última película de Robert Zemackis (Forrest Gump 1994, Náufrago 2000, El Expreso
Polar 2004) inicialmente se nos propone la demolición de un mito pero al
final, en un giro emotivo pero forzado, lo que sucede es exactamente lo
contrario: su heroica reivindicación. Whip Whitaker (Denzel Washington) es un
piloto que responde al paradigma deformado de su oficio: paso arrogante, gafas
oscuras, simpatía fingida, amante azafata o auxiliar de vuelo y ese aire de yo me lo sé todo de cara al pilotaje de
su nave. Muy pronto la película zarandea el mito. Whitaker se enfrenta a una
emergencia. Los motores no responden y el avión pierde altura. La vida de más
de cien pasajeros está en peligro. Whitaker se la juega toda y para
contrarrestar la vertiginosa caída invierte el avión y lo pone a volar llantas
para arriba. Después de esta intrépida hazaña logra un aparatoso aterrizaje en el
que salva la vida de la gran mayoría pero en el que perecen algunos pasajeros
y, también, algunos miembros de la tripulación. El mito se resquebraja cuando
se sabe que Whitaker estaba bajo los efectos del alcohol y la cocaína cuando
realizó tan inusual maniobra. Ya no estamos ante el ídolo de los cielos sino
ante un hombre acosado por sus fantasmas; un hombre que es capaz de voltear un
inmenso avión en pleno vuelo pero al que lo voltea una botellita de vodka de esas
que sirven en esos mismos inmensos aviones.
El
vuelo no es un aeropuerto más y quiero con ello decir que en la película de
Zemackis lo importante no es, como en toda la zaga de aeropuertos (Aeropuerto 75, Aeropuerto 77 y Aeropuerto 79), la emergencia aérea y la forma como se
la enfrenta, sino el drama humano que tiene que encarar el piloto después de
ella. Ya sin su uniforme, ya sin sus gafas oscuras, Whitaker se enfrenta a sus
demonios y ve como sus miedos
ocultos superan sus fingidas
seguridades. Es en medio de ese derrumbe que conoce a Nicole (Kelly Reilly)
otra adicta que comparte su hecatombe pero que le hace ver la importancia de
admitir la enfermedad y la necesidad de fundirse en ella para poder superarla.
Nicole nos recuerda por un momento a Sera (Elisabeth Shue) la compañera de Ben
(Nicolas Cage) en la estremecedora Living
las Vegas.
Lo fácil en el cine efectista es la
veneración del ídolo, la consagración de la víctima, la reivindicación del
débil, la sublimación de la causa. El
vuelo arranca de otra forma y le apuesta a la contra cara del héroe
mostrándonoslo en la postración de su vicio, en la penuria de su soledad. Esta
visión nos acerca al hombre y nos aleja del mito con una aproximación que nos
hace temer por un desenlace frío y demoledor. Pero no. Zemeckis es Zemeckis, Washington es
Washington y el cine americano es, por antonomasia, moralizante y esperanzador.
En el borde de la línea cuando sobre todo se cierne un desenlace propiciado por
la mentira, la hipocresía institucional y la debilidad humana, la película da
un giro repentino y ese hombre, hasta ese momento empapado en culpa y alcohol,
emerge del hoyo y se viste de héroe ya no para comandar un avión en caída sino
para asumir sus faltas y declararse , ante un mundo que estaba dispuesto a
encubrirlo y perdonarlo, culpable.
El guión de John Gatins se fue por la
línea fácil y prefirió un final edificante y confortable en el que triunfan el
sacrificio y la verdad a aquel
otro, sombrío y amargo, en el que la partida se la llevan la intriga, la
ambición y la mentira. La pregunta es si El
vuelo se demerita en ese último kilómetro de travesía por haber optado por
un final moralista en vez de uno amoral, cuando no derrotista. Más que finales
felices o desolados lo que toda película necesita es un final que se amolde a
su estructura y sepa redondearla. En otras palabras, un final apropiado. En El vuelo queda el sinsabor de un
desenlace sobrepuesto porque la película venía apostándole a la fragilidad
humana y es en el momento culminante de la cinta donde esa sinceridad de derrumba
para cederle el paso al hombre que se levanta de sus cenizas, que encara su condena y que, en fin,
termina pareciéndose de alguna manera a aquel otro de caminar arrogante y gafas
oscuras de aviador. Ha de ser nuestra mediocridad la que explica esa insaciable sed de héroes que mantenemos.
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