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Clasificación : Muy recomendada
Ang Lee es el maestro del poder
visual. Así lo demostró en el Tigre y el
dragón (2000) con esas escenas en las que unos enormes bambúes catapultaban
por los aires a unos guerreros que batían en el aire sus hermosas espadas.
Ahora vuelve a hacerlo en su última película, La vida de Pi (entre nosotros Una
aventura extraordinaria) , en la que se narra la travesía de Pi, un muchacho
que sobrevive a un naufragio en una balsa cuya fragilidad contrasta con la
fiereza de su inusual compañero: un enorme tigre de bengala
con nombre de oficinista: Richard Parker. Muchacho y tigre experimentarán, por
cerca de dos horas de proyección, las vicisitudes de una travesía que los
enfrentará a un mar soberbio e inmenso y, también, a ese complejo reto de saber relacionarse con el otro
que será, siempre e indefectiblemente, tan distinto a nosotros. Pi y Richard
tendrán que aprender a convivir en el mínimo espacio de su bote para darse
cuenta así de la inmensidad vital que los rodea: un mar total que los amenaza,
los alimenta, los esperanza, los sobrecoge, los protege y les pone de presente,
a través de un lenguaje cifrado que cada cual podrá entender a su manera, que
no están solos y que quizás haya un sentido oculto en todo cuanto les sucede.
La vida de Pi es una cascada de sorprendentes escenas. En la memoria tengo y corresponde a la foto que encabeza esta nota, la de una luminosa ballena que emerge de las
profundidades, se asoma por un instante al cielo para luego provocar, con su regreso al agua, un estrépito de luces marinas. Así como esta son muchas las imágenes en las que el color es todo un desborde y en las que la fantasía visual pareciera haber llegado a un espacio sin
límites donde, sin desmesuras, todo es posible. Pero no se trata, simple y llanamente, de un festín óptico. Todo en Ang Lee está al servicio de un
mensaje que se cuela, implícito,
en medio de este esplendor de colores, luces y movimientos. Lee nos
susurra al oído que quizás hay otra manera de leer el mundo, que creer es una
posibilidad y que de dos versiones acerca de unos mismos hechos quizás ninguna
pueda atribuirse la verdad o, quizás, ambas puedan hacerlo. Todo depende de la
actitud que se adopte y será a partir de ella que la vida misma se mire, o como
un suceso accidental y fugaz, o como un eslabón más en un complejo
encadenamiento que supera nuestra
capacidad de entendimiento.
Todo conspiraba para que la película se colara en la galería de las imprescindibles: la adaptación para el cine de la novela
de Yann Martel fue, según sus lectores, todo un acierto; el esplendor visual de la película es, de
principio a fin, contundente ; el
a veces hostigante 3D es, en La
vida de Pi, un recurso
inusualmente fresco y acorde con las escenas cuya vitalidad exigía el abandono de la pantalla; las actuaciones son, si no extraordinarias, al menos sí, como la película misma, encantadoras y, finalmente, la
historia, pese a su falta de matices, nunca cae en el letargo
porque siempre la está empujando la vitalidad de la aventura y la insinuación sutil de un mensaje trascendente. Todo esto y seguramente más es La vida de Pi; sin embargo es la
amalgama de todos estos brillos la que no logra, cinematográficamente hablando,
una pieza redonda y convincente. La conspiración falla porque en La
historia de Pi todo es bello pero
con la integración de todo lo bello no se logra ese resultado indefinible y propio de las buenas
películas. Una cosa es el logro puramente estético de una película en lo que La vida de Pi obtiene, a no dudarlo, una
nota más que sobresaliente, pero otra cosa, muy distinta, es el logro narrativo. Una buena película es aquella que cuenta bien
su historia, cualquiera que ella sea y es ese bien contar lo que constituye su
más alta estética. Que para ello se sirva – o no se sirva – de otros esteticismos es otra cosa pero no puede
nunca confundirse la estética del lenguaje que se emplee en la película con la
estética del mensaje que transmite dicho lenguaje.
Si la estética es la interacción de nuestra intuición
sensible ante lo bello, nada impide que en el cine experimentemos esa sensación
frente a los recursos que se empleen en una determinada película (fotografía,
escenografía, música, actores y actuaciones y tantos más) mas no ante el
resultado que provoca su fusión. El gran logro cinematográfico es que la estética de los recursos empleados en la narración se convierta, mediante
la transustanciación propia de la obra artística, en la estética misma de la
narración. En el caso de La vida de Pi el maestro Lee volcó toda
su maestría en la estética del lenguaje visual y reservó apenas un par de
plumazos, simplones y un tanto estereotipados, para el sentido misma de la historia.
En otros trabajos suyos, ciertamente menos vistosos que La vida de Pi, Lee ha logrado un mejor equilibrio entre la estética del lenguaje
y la contundencia del mensaje transmitido. Comer, beber y
amar (1994) y Sentido
y sensibilidad (1995) son dos claros ejemplos. Más allá de la forma como oriente mira y propone una lectura del mundo, la mirada humana es universal y nunca se
conforma, por bella que ella sea, con la periferia de los seres y las cosas que la
rodean.
El balance final, el que queda después de ese derroche de fascinación visual, es que Lee, para no quedarse con el dudoso mérito del malabarismo tecnológico, echó mano de una historia tiznada de solidaridad, esperanza y fe. Y es en este enlace final de forma y fondo donde la
historia pierde su estatura porque la fantasía de la forma es más poderosa,
mucho más, que el débil fondo que
apenas se insinúa. En esta oportunidad la cámara de Lee lleva más a la emoción
del resplandor que a la zozobra de la reflexión.