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En un artículo publicado en la
revista El Malpensante (No. 132 –
Julio 2012) la novelista mejicana Valeria Luiselli , refiriéndose a su gusto
por el cine, escribió: “Tampoco es que
tenga ahora un gusto más sofisticado o mayores exigencias; al contrario, me he
vuelto más complaciente con casi todo. El problema es otro y me parece que
tiene que ver sencillamente con descubrir un domingo, que uno dejó de ser – muy
rápido y sin que nadie se lo advirtiera – la persona que era. Las películas que
vuelvo a ver ahora son un espejo opaco de mi vida de entonces; de mi felicidad
de entonces, tan distinta a la de ahora”.
Razón tiene la Luiselli y tanto
la tiene que yo estoy seguro de que si hubiera visto Amigos a los diez y siete ( uno más que la fragilidad de los diez y
seis y uno menos que la adultez impostada de los diez y ocho) me habría
fascinado. No es sólo entonces que
vueltas a ver, las películas que alguna vez nos fascinaron luzcan ahora
distantes y deslucidas. La cosa va más allá. Con el paso de los años el despreocupado
regocijo de otrora se ha vuelto – y no tenemos como evitarlo – un ejercicio más
elaborado en el que las joyas de entonces y también las de ahora - auténticas y
falsas - terminan perdiendo su
brillo. Quizás podría concluirse que solo son verdaderamente buenas aquellas
películas que resisten el embate del tiempo y que no importa quien y cuando las
vea, siempre obtendrán una buena
nota. Pero no estoy seguro. Hay, sin duda, películas inmutables; esas pocas que vueltas a ver o que vistas por aquel que
apenas inicia su travesía cinematográfica
o por aquel que ya la lleva bien recorrida, siempre merecerán el rótulo
de buenas películas. Son relativamente pocas. Son muchas en cambio aquellas, llamémoslas cambiantes, cuya nota sobresaliente
depende más del calificador que de lo calificado. Inmutable, El Padrino I; cambiante, Amigos.
Intouchables (Intocables) su título original, es la última película
del dúo conformado por Olivier
Nakache y Eric Toledano. Taquillazo en Francia ahora se da su exitosa vuelta por las carteleras del
mundo recogiendo a su paso un montón de aplausos emocionados y de billetes bien
ganados. Philippe (Francois Cluzet) es un millonario postrado en una silla de
ruedas que necesita ayuda permanente.
Driss (Omar Sy), un emigrante marginal que pareciera ser el menos
indicado para cumplir esta función de acompañante, termina siendo el elegido.
Imposible reunir temperamentos y mundos más dispares. Refinado el uno,
elemental el otro; medido , introvertido y tímido el primero, desparpajado, auténtico y vividor el segundo. Contra
todo pronóstico entre seres tan opuestos surge una sólida amistad que le
permite, al uno, arrimarse al riesgo no calculado que conduce a los momentos
felices y, al otro, aproximarse al estremecimiento del impetuoso verano de las Cuatro Estaciones de Vivaldi.
Hay algo en Amigos que sin demeritarla sí la debilita. Todo fluye sin el más mínimo tropiezo y
a muchas de sus escenas les sobran no pocos gramos de emoción postiza. Exagerado el perfecto encaje entre piezas tan distintas. Hay una
sensación - no se puede negar que placentera - de artificio bien armado, de
deliciosa manipulación de la emoción fácil rematada al final con el conocido
truco de la aparición de los personajes reales y con la noticia sobre sus
vidas. Una manera ingenua de hacerle creer al espectador que tanta empatía
entre dos personas tan diversas no es una licencia permitida por la comedia
fácil, sino una verdad algo
almibarada pero posible de toparnos en la calle. En esta oportunidad al cliché
del cine francés, adusto, vacío y amargado lo destroza ese otro cliché del cine
americano, emotivo, positivo y esperanzado. Que de este cambio de tono salga o no una buena película no
depende de esta variación de enfoque sino del resultado que se nos ofrezca como
espectadores. En el caso de Amigos estamos,
todo en su justo lugar, ante una comedia convincente y muy bien armada que se
deja ver con un enorme placer y de la que sale con ese regocijo etéreo que
suelen producirnos las películas con moraleja. Pero de este placer volátil a la
permanencia propia de una buena película hay un trecho enorme. Amigos no tiene ni la profunda ligereza de las buenas comedias, ni la consistencia desestabilizadora y
espesa de los grandes dramas. Patina son solvencia sobre una pista bien
iluminada cuidándose mucho de no romperla y divirtiendo a las tribunas con unas
exhibiciones cuyo efecto ya está más que probado.
Algo dice del público francés que
Amigos haya batido el récord de
taquilla de los últimos diez años. Dice que los franceses, también ellos,
buscan mensajes reconfortantes y azúcares que los reconcilien, al menos por un
rato, con la posibilidad de un mundo solidario y esperanzado. Dice que los
franceses sentados ante la gran pantalla blanca también se dejan seducir por esos estereotipos que, pese a los que
suele pensarse, nunca
pertenecieron a una cultura determinada porque siempre han sido parte de
ese patrimonio globalizado y universal que se llama la emoción humana.