TÍTULOORIGINAL | Hugo (Hugo Cabret) |
AÑO | 2011 |
DURACIÓN | 127 min. |
PAÍS | Estados Unidos |
DIRECTOR | |
GUIÓN | John Logan (Libro: Brian Selznick) |
MÚSICA | Howard Shore |
FOTOGRAFÍA | Robert Richardson |
REPARTO | |
PRODUCTORA | GK Films / Infinitum Nihil / Warner Bros. Pictures |
WEB OFICIAL | |
PREMIOS | 2011: Oscars: 5 premios técnicos. 11 nominaciones, incluyendo mejor película y director 2011: National Board of Review: Mejor película y mejor director 2011: Globos de Oro: Mejor director. 3 nominaciones, incluyendo Mejor película dramática 2011: Premios BAFTA: Mejor diseño de prod. y sonido. 9 nom, incluyendo mejor director 2011: Critics Choice Awards: Mejor dirección artística. 11 nominaciones 2011: Satellite Awards: Mejores efectos visuales. 5 nomin., incluyendo mejor película 2011: Asociación de Críticos de Los Angeles: Mejor diseño de producción |
GÉNERO |
Calificación: Muy recomendada
Mi gusto por los relojes es heredado. Aunque se decía joyero y platero mi papá era, esencial y entrañablemente, relojero. Me parece estar viéndolo con ese cabezal blanco que sostenía, a modo de unos curiosos anteojos, dos lupas de las que se servía para observar las minúsculas y fascinantes maquinarias de los relojes de cuerda. De allí mi atracción por todo tipo de relojes pero sobre todo por aquellos que al abrirlos dejan ver ese diminuto universo de engranajes y discos que terminan moviendo - con endiablada precisión - horarios, minuteros y segunderos.
Mi pasión por los libros está ligada a todo su entorno. Me seducen, aún antes de abrirlos, los libros de lomo ancho y pasta dura. Una sala de lectura con techos altos y lámparas de escritorio esparciendo sus discretos conos de luz, es una tentación a la que nunca quisiera resistirme.
Es una escasa y muy limitada manera de decirlo pero el cine, antes que gustarme mucho, me completa a tal punto que no alcanzo a concebirme hoy – ni tampoco podré hacerlo mañana – sino es a través de esas otras vidas y de esos otros momentos que me han desfilado sobre la pantalla grande.
Pues bien, es de relojes, libros y cine - añádanle a la mezcla estaciones y trenes - que está hecha la pasta con la que Scorsese moldeó La invención de Hugo, una película a cuyo encanto es imposible rehuir sobre todo si la vida, la vida de quien la ve, ha estado alguna vez ligada, no a un reloj a un libro o a una película determinada, sino a las maquinarias que ilusamente miden el tiempo, a las historias empapeladas y a esa fantasía que discurre ante nuestros ojos regalándonos la posibilidad de traspasar las fronteras de nuestra cotidianeidad.
Las aventuras de un niño son un material inagotable del que puede extraerse desde la más pueril de las historias hasta el más aterrador de los dramas. Apoyado en el fantástico guión de John Logan, Scorsese logra un imperceptible y a la vez contundente balance entre la diversión puramente infantil y el impacto emotivo para todo tipo de público. Solemos decir, cuando vamos al cine con nuestros hijos, que los acompañamos a hacerlo. En La invención de Hugo si bien puede seguir siendo cierta esta situación, no cabe la menor duda de que a partir de algún momento de la proyección somos nosotros, los padres, los que pasamos a sentirnos acompañados por nuestros hijos.
Con una producción cuidadosa que no cae en el artificio elaborado, Hugo escarba en el cajón de los recuerdos y toma de él juguetes tan preciados como la Paris de los años treinta, como el inamovible romanticismo de las estaciones de tren, como el destartalado robot que a lo Pinocho pareciera que ya casi nos habla… Lo encantador de la película es que siendo todo un retro emotivo es, a la vez, una aventura de hoy que – así lo comprobé encuestando a mis hijas – fascina a niños y adolescentes.
Scorsese, el hombre de cintas tan imprescindibles como Taxi Driver y Toro Salvaje se despoja de su inconfundible y muy neoyorquina estela de gangster, corrupción y violencia, para armar esta vez un cuento cuyo imán está, como en todo buen cuento, en lograr que todos quienes lo vemos quisiéramos de una u otra manera protagonizarlo.
La técnica en La invención de Hugo es impecable. Ya nos hemos ido acostumbrando a la intromisión óptica del 3D y prueba de ello es este Hugo que muy pronto nos hace olvidar que llevamos, más livianas que las que a modo de lupa usaba mi papá para ver sus relojes, las famosas gafitas negras. Pero más que el 3D lo que sí resulta cada vez más sorprendente es la textura de las imágenes. Unos se pregunta si se trata de muñecos humanizados o de humanos “muñequizados” y sorprende encontrarnos con actores tan recordados como Ben Kingsley desplazándose sin ningún esfuerzo entre la materialidad corpórea de un personaje real y la fantasía etérea de un muñeco imaginado.
La invención de Hugo está plagada de claves y referencias. El sueño del descarrilamiento del tren es una evocación del fatal accidente que sucedió en la estación de Montparnasse en el año 1895. La estación donde transcurre la historia es un puzzle arquitectónico armando con elementos de distintas estaciones: la gare de Monstparnasse, la gare du Nord, la gare de Lyon y la gare de Austerlitz . Pero sobre todo La invención de Hugo es un cofre mágico del que Scorsese va sacando, como el mago que fue el propio Méliès, pañuelos blanquinegros o coloreados que entrelazados constituyen un vibrante homenaje a la historia misma del cine. Uno de ellos, La llegada del tren a la estación (L’arrivé d’un train en gare de la Ciotat, Lumière, 1895) muestra la sorpresa de los espectadores de entonces que sintieron que la locomotora se les venía encima, algo parecido a lo que hoy se siente cuando el 3D nos provoca esa sensación de desprendimiento de la pantalla. Un segundo pañuelo, El hombre mosca (Safety last!, Fred C. Newmeyer/Sam Taylor, 1923) recordado por la escena en la que Hugo huye de su perseguidor colgándose de las inmensas manecillas del reloj y, por supuesto, tercer pañuelo, la joya de la corona: el Viaje a luna (Le voyage dans la lune, George Méliès, 1902), esa luna herida por un cohete que se le ha incrustado en el ojo. Todo un sentido homenaje a los inicios del cine que no cae ni la odiosa erudición cinéfila, ni en la remembranza acartonada y repetitiva. Un tributo bien hecho que emociona por su impecable confección y por el material fílmico del que se sirve.
Aunque respetable es lamentable ver como algunos críticos o simples opinadores de ocasión descalifican una película por apelar a escenas cuyo efecto conmovedor está, de alguna manera, garantizado. Una escena en la que Méliès, al que se había dado por muerto, asiste a un homenaje que se le rinde y donde se rueda, treinta años después, una película suya que se creía desaparecida tiene que ser – y está bien que así sea – una escena vibrante y emotiva. Lo cuestionable en el cine es la emoción desprovista de sustancia y razón, pero aquella otra armada con las fibras auténticas de nuestros anhelos es la esencia misma del cine. Reconózcanlo o no los críticos que se ufanan de su acidez y de su mordacidad, el cine es y será - siempre y por siempre - un lugar de ensoñación.
Ahora que lo pienso olvidé agradecerle a mis hijas por haberme acompañado, ellas a mí, a ver La Invención de Hugo.