FITZCARRALDO

FITZCARRALDO
FITZCARRALDO. Werner Herzog. Klaus Kinski

domingo, 27 de noviembre de 2011

Breve encuentro


TÍTULO ORIGINALBrief Encounter
AÑO1945
DURACIÓN
Trailers/Vídeos
85 min
PAÍS
DIRECTORDavid Lean
GUIÓNNoël Coward, David Lean, Anthony Havelock Allan
MÚSICARachmaninov
FOTOGRAFÍARobert Krasker (B&W)
REPARTOCelia JohnsonTrevor HowardStanley HollowayJoyce CareyCyril RaymondEverley GreggValentine Dyall
PRODUCTORACineguild
PREMIOS1946: 3 nominaciones al Oscar: Mejor director, actriz (Celia Johnson), guión
1946: Festival de Cannes: Gran Premio del Festival (Ex-aequo)
GÉNERORomanceDrama | Drama románticoMelodrama


Calificación: Muy recomendada


Películas  como el Breve encuentro de David Lean reafirman lo tanto que queremos el cine.  Llevaba - y hoy aún llevo – más de un mes sin ir a una sala de cine; además de que la cartelera atraviesa por una de sus no pocas sequías, el tráfico caótico de esta ciudad en la que no para de llover hace cada vez más difícil llegar a los teatros y, para rematar, siempre están las fatigosas rutinas que se dan sus mañas para apartarnos de lo más nos gusta. 

Fue en estos insulsos días  de abstinencia cinematográfica cuando, rentándole películas a mis hijas en la tienda de videos, me topé en el estante de películas en venta con el Breve encuentro. Caja oscura con las fotos en blanco y negro de sus protagonistas. En la parte superior la leyenda Cine Clásico y, en la inferior, 100 Películas Inolvidables. Como suelo hacer en mis compras de libros y películas, me dejé llevar por ese sutil y desinformado impulso que suele no fallar y la compré. Aquí estuvo un par de días sobre mi escritorio esperando su turno hasta que una de estas recientes noches, afuera llovía profusamente, me puse a verla. Aunque el plan de ir al cine es insustituible, a veces una película en casa puede, como me sucedió con el Breve encuentro, sobrepasarnos por entero. En este caso me topé, sin recomendaciones y sin carteleras intrusivas, con una de esas películas que nos devuelve al gusto, primario y básico, de degustar el buen cine.


Breve encuentro no es, como pudiera parecer, la historia de una infidelidad. Es la historia de dos seres humanos, casados ambos y ambos envueltos en las tibiezas hogareñas, que se topan en el bar de una estación de trenes y sin siquiera sospecharlo se hunden, placentera y angustiadamente,  en una historia de amor, ellos que ya tenían por superados esos embates del corazón. Es cierto, como no va a serlo, que le son infieles a sus respectivas parejas pero el peso de la historia no recae en  esos adulterios usualmente convulsos y apasionados, sino en el melancólico desasosiego que los envuelve por no haber domado a tiempo un potro cuyo galope, ellos siempre lo supieron, no los conduciría a ninguna parte.

Lo que atrae de Breve encuentro es su permanente contención, su soberbia discreción. Podrá decirse que su tono recatado y la discreta insinuación que se emplea a lo largo de toda la narración no son más que dicientes muestras de una época ya ida - los mediados de los cuarenta -  marcada por las devastaciones de la segunda gran guerra y por un espíritu, el inglés en este caso, para entonces aprisionado entre formalismos y tradiciones. Sin embargo y aunque la película es, en efecto, el retrato de un momento y sus circunstancias, Breve encuentro tiene una atemporalidad que hace que la ocurrencia de su trama esté ligada, antes que a un momento o a una encrucijada histórica, a la textura misma del alma humana. La manera como los personajes expresan sus sentimientos y esa fascinante y a la vez perturbadora tensión en la que se ven envueltos, son las claves que hacen de un Breve encuentro un relato cuya credibilidad sentimental pisotea sin mayor compasión los cambios a los que está expuesta, por el simple paso del tiempo, nuestra manera de amar. La historia empieza por su final y transcurre, buena parte de ella,  en una estación donde los silbidos y los humos de los trenes siempre están anunciando partidas que serán llegadas y llegadas que, hace apenas un rato y para otro,  fueron partidas.  Es la voz narradora de la propia protagonista la que nos va develando el significado de esos sucesos que ahora van desfilando ante nuestros ojos.

Sería inexacto decir que las actuaciones de Celia Johnson y Trevor Howard son impecables. Son más bien, como entonces solían serlo, unas interpretaciones un tanto forzadas con poses y miradas que nos recuerdan lo teatral y, porque no, las fotos promocionales de algún cigarrillo sin filtro. Sin embargo es precisamente  este tipo de anacrónica impostura la que le da su enorme valor a estas dos interpretaciones. Es claro que si hoy en día dos actores intentaran replicar este estilo, difícilmente llegarían más allá del tablado experimental de un teatro colegial. Otra cosa sucede en Breve encuentro. Son las miradas extasiadas, las ansias contenidas y las desolaciones imborrables las que hacen que no sólo  la historia  narrada nos penetre, sino que nos solidaricemos con esa pareja cuya alegría intuimos tan frágil y pasajera como la vida de una pompa de jabón.  No se trata de una apología de la infidelidad, como tampoco de su condena moralista. De lo que se trata Breve encuentro es de una aproximación sutil y respetuosa a la convulsión que puede llegar a generar la desestabilización de nuestra nunca dominada parcela sentimental.

Si bien a David Lean se le recuerda por epopeyas tan famosas como Doctor Zhivago, Lawrence de Arabia o El puente sobre el río Kwai, no es ningún atrevimiento decir que a todas ellas las supera el tono menor, pero perfectamente afinado, de Breve encuentro. Una película en la que, como lo dijo alguna vez el maestro Ozu, el blanco y negro demuestra como con sus  variaciones y matices se puede alcanzar, al menos en la retina del alma, un enorme colorido.

Donde quiera que sea que rebobinemos las películas que hemos visto, al volver en el recuerdo con Breve encuentro me quedo con esa imagen en la que Laura y Alec, negándose por un rato la   realidad que afuera latía, se entregaban a esa verdad que les ofrecía la pantalla grande, los jueves por la tarde, antes del inevitable regreso a la certeza opaca de sus vidas.





domingo, 6 de noviembre de 2011

EL HOMBRE DE AL LADO



TÍTULO ORIGINALEl hombre de al lado
AÑO
2009
DURACIÓN
101 min.
PAÍS
  
DIRECTORMariano CohnGastón Duprat
GUIÓNMariano Cohn, Gastón Duprat
MÚSICASergio Pangaro
FOTOGRAFÍAMariano Cohn, Gastón Duprat
REPARTORafael SpregelburdDaniel AráozEugenia AlonsoEnrique GagliesiInés BudassiLorenza AcuñaEugenio ScopelDebora ZanolliBárbara HangRuben Guzman
PRODUCTORAAleph Media
PREMIOS2010: Festival de Sundance: Mejor fotografía - Drama (World Cinema)
2010: Nominada al Goya: Mejor película hispanoamericana
GÉNERODrama. Comedia

Calificación: Muy recomendada

Todo arranca con una pared, una pared cuyas dos caras se nos muestran  simultáneamente. Mientras que a la una un mazo la golpea rítmicamente, en la otra vemos como aparecen, provocados por los sincrónicos golpes, las primeras fisuras. Es ver, como nadie lo pudiera hacer, el golpe como es dado y, a la vez, el efecto por él causado.  Una visión total recordándonos que la percepción que está al alcance de nuestros ojos es siempre una parcela incompleta de la verdad.

Tras  la historia de una discordia entre dos vecinos, El hombre de al lado es una sorna magistral sobre la incomunicación de dos hombres forrados en las autenticidades y en las imposturas que les han ido imprimiendo su entornos socio culturales. Tras un poco de luz, Víctor (Daniel Aráoz), un vendedor de carros, decide romper la pared medianera que de su apartamento da a la sofisticada casa de su vecino Leonardo (Rafael Spregelburd), un afamado diseñador y profesor universitario quien se opone al proyecto.  De entrada el contraste es evidente: vendedor de carros y diseñador–profesor universitario. En las dudosas escalas del prestigio social el primero es un oficio ordinario, de mera subsistencia material. El segundo es, en cambio, una profesión refinada, un oficio culto. Y como ellas, así son quienes las ejercen. Víctor es primario,  auténtico y agresivo; Leonardo es sofisticado, solapado e inseguro.

Con una propuesta innovadora e inteligente El hombre de al lado recorre las variables de este conflicto, aparentemente rutinario, para extraer de él un retrato de  sociedades como las nuestras - las argentinas, las colombianas, las peruanas, en fin, las hispanoamericanas -  donde lo culto se equipara a un distanciamiento de los gustos populares y la adhesión un tanto cosmética a las tendencias que traza una selecta minoría. Leonardo pasa de su voseo bonaerense al alemán y del alemán al inglés; se refiere al living, no a la sala o al cuarto de estar; bebe vino tinto en estilizadas copas y oye las últimas vanguardias de la música europea. Víctor, en cambio, es un  hombre de mates que flirtea con la mujer que se le cruce y que no tiene ningún inconveniente en bailar como le plazca en una reunión social donde todos, al verlo, sentirán vergüenza ajena y, de seguro, envidia propia.

Este conflicto entre vecinos y su trasfondo socio cultural son magistralmente abordados en El hombre de al lado . Sus directores y guionistas , Mariano Cohn y Gastón Duprat, emplean unos primeros planos que se regodean con las fisonomías y los gestos de los personajes.  


La historia es contada de una manera básica y visualmente muy limpia, casi geométrica. El ritmo del relato tiene una curiosa asociación de amplitud y luz con las formas de la casa en la que vive Leonardo, una construcción de Le Courvoisier en la Plata, Argentina. La casa que los enfrenta, la  casa que marca sus diferencias, la casa que a la postre los congrega...
  

Víctor y Leonardo son, sin duda, caricaturas. En cada uno de ellos se extreman, no obstante la sutileza con la que se lo hace, los estereotipos de dos hombres, el uno de clase media y el otro de clase alta. Es de este contrapunteo de estilos que se construye una sátira inteligente, atravesada de principio a fin por ese humor en cuya discreción radica su demoledor efecto. La caricatura bien lograda no falsea, se limita a exagerar ciertos rasgos para deformar de manera risible a quien se caricaturiza. En este sentido es probable que no haya ni Víctores ni Leonardos; sin embargo el que no los haya, lejos de invalidar a aquellos dos que vemos en la película les da, en nuestra cultura, una valía universal.

Sería una necedad emotiva decir - aunque lo sintamos y pensemos -  que preferiríamos ser como el uno o como el otro. En mi caso la inevitable predilección por Víctor radica en la autenticidad del personaje. En el caso de Leonardo es estupenda la burla que a través de él se hace de nuestro modelo del hombre culto. Lo es o, mejor,  pareciera serlo, aquel que  busca lo raro, lo que sea distinto a lo que le gusta a los demás. Culto es aquel que encuentra texturas y matices allí donde el vulgo ve colores difusos u oye simples ruidos; culto es aquel que oye ópera o blues más por el status social que da el decir que se los oye, que por el gusto primario que debieran generarle. 

Pero más allá de esta burla en torno a las tergiversaciones sociales sobre lo culto, El hombre de al lado  también se mete con el vacío existencial que suele venir aparejado con esas visiones tan sofisticadas de la vida. La familia de Leonardo, encapsulada en la joya arquitectónica de Le Courvoisier, es una muestra total de incomunicación. Mientras que su hija no hace otra cosa que moverse como un robot frente a  la pantalla del televisor, su detestable mujer es todo un mar de superficialidad. De ambas intenta huir Leonardo cortejando torpemente a sus alumnas.

Si la historia se hubiera adentrado en el mundo de Víctor quizás también allí hubiera encontrado fingimientos, vacíos e infidelidades. No es, naturalmente, que estos estén asociados a esa plasticidad de quienes creen vivir en las refinadas esferas pero es indudable que el empeño esnobista conduce a ese desolador lugar en el no se es quien se pretende ser y se deja de ser quien realmente se es. 

Nota a deshora : Hay una escena memorable en El hombre de al lado. Leonardo está oyendo música con un amigo. Ambos están extasiados con las texturas y los matices de lo que están oyendo. Beben vino y comentan, como críticos sofisticados y especializados, el trabajo de este músico canadiense que ahora vive en Dusseldorf (referentes geográficos suficientes para que el gusto ya adquiera cierta alcurnia) El amigo elogia esos bajos rítmicos que le dan una misteriosa fuerza a la obra y que no son otra cosa, ramplona realidad,  que los golpes que  a martillo limpio Víctor le está propiciando  a la famosa pared medianera. Véanla.